Las conocí en la Alameda de Paula, en la Habana Vieja. Y un barco lanzó una queja a sus espaldas. En invierno. Invierno de Cuba que casi no es invierno. Estábamos a domingo o a martes. Se sentía como domingo. Eran tres. Trillizas. Pero no idénticas. Mulatas. Parecían de aquí mas no lo eran. Ala, Amla, y Ahma. “Ahma con h entre la A y la M”, aclaró Ala.
Su acento sonaba italiano. Menos el de Amla que era un poco francés. Llevaban pamelas que les cubrían el pelo, y gafas. Amla no. Amla usaba un pañuelo. Un turbante. Tenía ojos chinos. Preciosos ojos chinos.
Me invitaron:
—Vámonos a la playa.
Vámonos. Que la Habana no aguanta más. No la paran ni los nuevos inversionistas japoneses. Ni mucho menos los indios. Vámonos. Que es un peligro andar por las calles de la Habana. Ya en la Alameda hasta el piso tiembla de vez en cuando.
Y nos fuimos. A Santamaría, a Guanabo. Oye, sí. Aquí siempre se resuelve algo.
Mejor a Guanabo.
Solté:
—¡Soy lo mejor de la Habana! De La Habana. Del Caribe. De América. Y la Llave del Golfo.
Y Ala exclamó:
—¡Qué bárbaro, mi chino! Pero ¿Es verdad todo eso?
Pensé: “Es mentira. Soy un comemierda en tercero de informática. Pero no importa. Hoy me tiro con la guagua andando. A ver qué sale de esto. Cómo sale.”
Amla rió como si me leyera la mente.
Le pregunté:
—¿De dónde son ustedes?
Y ella:
—Ay, chino, si te decimos, no nos vas a creer de todos modos.
Llegamos a la playa muy rápido. Más que rápido. En un turbo privado y descapotable que yo no había montado nunca. De esos muy caros. Caía la tarde. No había nadie. Sol bueno. Todo era amarillo. Y el carro se fue.
No estaba ni el hombre que alquila las tumbonas. Ni los perros callejeros. Nadie.
Arena fina. Y falsa.
Ruinas de antiguos edificios a orillas del mar de espuma.
El niño que vende los cocos ya se alejaba. No esperó ni aunque le hice señas. Nada.
El sol iba ya a perderse entre las olas. Desnuda estaba la noche.
Amla se quitó el turbante. Me asombré:
—Tu pelo es fluorescente. Fosforescente.
Era verde y brillaba. Me extrañé:
—Qué tintes más buenos hay en otros países.
—Tú no sabes nada, chino —me respondió.
Después me alegré. Sus trenzas bastaban para iluminar la noche.
Las otras rieron.
Salió una luna, pálida y grande.
Ala se desnudó pero no se quitó la pamela ni las gafas. Se entregó al mar. Sacaba y metía la cabeza del agua. Parecía una medusa de sombrillita.
Ahma reía y reía. Y también se echó al agua. Con ropa y sombrero. Especulé qué intrigas habría bajo esos sombreros:
Esto es para volverse loco. Qué clase de vacilón más rico.
—Maferefum Shangó. Hoy soy Shangó y tengo tres mujeres para mí solo —exclamé.
—Nos gusta todo eso. Y el mestizaje —insistió Amla con su acento francés. O a lo mejor fue Ala—. El mestizo es lo superior ahora.
Imaginé que eso sería allá, de donde era ella. De donde eran ellas. Aquí nunca ha sido así.
—Queremos tener hijos mestizos.
Y me reí.
Entonces llegaron dos agentes. Siempre vienen en pares. No sé por qué, pero es así. Seguro uno compensa lo que le falta al otro. O son pareja. Pareja sexual quiero decir. En sus trajes de lentejuelas. Para ser vistos de lejos. Cómo aquí no hay más nada. Ni luces led, ni materiales reflectantes. ¡Lentejuelas!
Expresaron a coro:
—No se puede estar en la playa después de las siete de la tarde. Son las diez. Vamos a ver a como tocamos.
Pensé, no dicen nada de Ala desnuda. Encuerá. A la bola. Pero lo van a decir. Esta vez sí se jodió la cosa. Esto es pornografía, prostitución, diversionismo e incluso gusanera. Seguro hasta de la universidad me botan.
Ahma rio como si me leyera el pensamiento. Me leyó el pensamiento.
—No se puede estar… —repitió uno—. Aunque se podría, chama, si hacemos un arreglo. Si nos tocas con algo.
Pero se congeló como una estatua. Tieso. De piedra. El otro también.
Grité:
—¡Pa´ su madre! ¿Qué pasó?
—No te preocupes, mi chino —dijo Ala—. Todo está okey. No pasa nada.
Especulé que era tecnología nipona. De avanzada. Como un mando de televisor. Y los agentes estaban en mute.
Ahma me dio un beso sencillo. De piquito. Yo no quería sentirme nervioso. Pero lo estaba.
Y cavilé. Ahora sí no se puede hacer nada, con esos dos mirando. De piedra pero ahí.
Ala me leyó la mente y afirmó:
—Los enterramos en la arena un ratico. Tú vas a ver qué fácil.
Entre las tres los desvistieron. Poco a poco los enterraron en la arena. Y las ropas las escondieron. No sé dónde.
Amla aseguró:
—Esos no se van a acordar más nunca de quienes son.
Y Ahma:
—Ni de la madre que los parió se van a acordar.
Uno tuvo una erección y Ala se burló:
—Mira que asta de bandera más graciosa.
Pero la enterró también.
Y ahí estaba yo. Me metí con las tres en el agua. Hasta la punta de la nariz bajo el agua. Fría como un hielo. Después de todo era invierno.
A Ala le mordí una costilla. Tenía sabor a fresa. Qué rico aquello, coño. Se nota que lo yuma es lo yuma. Ellas me besaron, las tres al mismo tiempo, los dedos de los pies. Luego chuparon. Y tuve las nalgas de Ala entre las manos. Eran lisas. Como delfines. El agua no se les pegaba. Me volví más loco todavía. Amla se sentía de sabor picante. Reía si uno le halaba un poquito las trenzas fluorescentes. Que eran como algas. Y brillaba. Todo en ella era lumínico.
Ala porfió:
—Ay, chino, lo que te espera.
Ahma me ruborizó una axila. El mar se me metía por todas partes. Me dije: Estoy muerto. Se acabó. Y después: Estoy vivo.
—¡Qué cosa más grande! —indicaron las tres al mismo tiempo— ¡Sabroso!
Y me probaron como un menú degustación.
Y yo:
—No puedo más. Van a acabar conmigo.
Una ola nos devolvió a la orilla cuando todo acabó.
Exclamé:
—Todavía estoy aquí. Aunque no sé ni cómo.
Al final llegó su nave. Un platillo dorado con forma de frijol.
Casi grité:
—¡Alaba´o! Mira cómo era la cosa.
Y ellas:
—Vamos.
Pero rumié:
—¿Voy? ¿O no voy? Esa es la cuestión. Mejor no. ¿Qué voy a hacer en otros mundos con otras lunas y otros soles? Si aquí resuelvo. Para lo que hay, yo tiro. Siempre algo se pega. O alguien.
Amla me extendió su turbante y yo especulé, mañana lo vendo en la universidad.
—Vuelvo, chino, vuelvo —dijo Ala y me dio un beso.
Aunque no le creí e hice bien. Esas son exploradoras de planetas. Y ya en éste saben cómo se goza. Y quién sabe si tendré un hijo allá, por otros rumbos. A lo mejor hasta se llevaron un mesticito en las barrigas. Uno para cada una. Cualquiera sabe si hasta dos. O tres.
Así me quedé. En la playa desierta. De noche. Con los dos tipos que ya no son nada enterrados en la arena. Y solo el ruido de las olas y los peces.
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