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Tu compra mantiene al proyecto con vida // Nueve relatos te esperan en COLECTIVERO No. 6 //

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ARCHIVO NACIONAL DEL TERROR (Martín Tirado)


El Archivo Nacional del Terror es ese tipo de lugar al que vas durante un viaje escolar para aprender acerca de la dolorosa y traumática historia de tu nación, pero no logras entender su verdadero significado hasta mucho más tarde. Y hoy, a mis treinta y tres años de edad, entro por primera vez a este edificio para reconciliarme con el pasado de mi país y de mi familia.


Mi relación con mi padre era cercana, mas no estrecha. Nos llevaba al parque los fines de semana, y cuando no, se reunía con sus colegas de la universidad. Nos dejaba entrar a mí y a mis hermanos a su estudio y jugar con la colección de poliedros que tenía en sus estantes. Cubos, dodecaedros, pirámides y un sinfín de figuras que solamente hubieran juntado polvo junto a sus libros de matemáticas y topología si no fuera por nuestra curiosidad hacia aquellas coloridas figuras de madera.


Pero la mayor parte del tiempo la pasaba encerrado en su oficina, lejos de casa, ya sea trabajando en sus artículos académicos o discutiendo con sus amigos acerca de los últimos hallazgos en física. Mi padre decía que la decisión de la universidad de construir la facultad de ciencias junto a la facultad de filosofía y matemáticas había sido la mejor decisión que había tomado el país. Lo decía por dos razones: Su torpeza social no le habría permitido conocer a mi madre mientras se paseaba por los jardines, y los más grandes inventos del país habían ocurrido entre esos dos edificios.


No fue hasta que ingresé al alma mater de mis padres a estudiar historia, después de la dictadura, que entendí lo maravillosa que era la arquitectura del campus. Mi padre quería que estudiara matemáticas y mi madre filosofía. Ambas cosas eran muy abstractas para mi torpe cabecita. Al final decidí decepcionarlos a ambos y me dediqué a recuperar y revivir la memoria de mi país.


Aunque había decidido dedicar esos años de mi vida a la historia, era imposible no empaparse del conocimiento que emanaba de las otras áreas de la universidad. El campus estaba diseñado para que estudiantes de áreas muy diferentes cruzaran caminos en sus recorridos diarios. El arquitecto noruego que diseñó el complejo sostenía que las mejores ideas no surgían en las aulas, sino en el espacio que las conectaba. Mezclar a todos los estudiantes por sus amenos jardines, cuya frescura se mantenía gracias al inigualable clima de mi ciudad, era la mejor manera de conectar ideas de temas completamente irreconciliables.


Después de la dictadura, la universidad tuvo la enorme tarea de sacudir su pasado y olvidarse de que aquello alguna vez ocurrió, y al mismo tiempo preservar la memoria de las atrocidades que acontecieron en sus instalaciones y el resto del país. Hace unos días regresé al campus y todavía escucho el mismo entusiasmo por el conocimiento. Una estatua de bronce de un hombre desnudo en medio de tres anillos atómicos envuelto en una cinta de Möbius está situada entre el edificio de física y matemáticas. Si me acerco lo suficiente puedo ver el nombre de mi padre grabado en la cinta, y junto a él, muchos otros de los colegas con quienes trabajaba y estudiaba. El hombre también tiene una venda negra cubriéndole los ojos y en la cinta hay unas enormes letras pintadas con rojo que dicen «CRIMEN DE ESTADO». La universidad todavía se niega a quitar la estatua, y los estudiantes hacen todo lo posible para obligar a la institución a disculparse por lo que había ocurrido en los laboratorios de física.


La verdad es que durante mucho tiempo no pude entender cómo mi padre participó en los horrores de la dictadura. De niña nunca lo vi sostener un fusil, nunca se vestía de uniforme, y lo más cercano a un arma que lo vi sostener fue el cuchillo con el cual rebanó una manzana en rodajas muy finas.


—Un corte transversal es una manera de estudiar las tres dimensiones como una serie de planos bidimensionales —me dijo—. No podemos ver el interior de la manzana, pero si la cortamos en rodajas muy delgadas podemos entenderla con mucho detalle.


Puso las rodajas sobre la mesa de su estudio. Si mirabas aquello como una secuencia de imágenes, era como un círculo que se hacía grande, y luego volvía a hacerse pequeño. En las rodajas de en medio se podían ver las semillas formando una estrella.


—Ahora, imagina si pudieras hacer lo mismo con el cuerpo humano. Imagina cuánto podríamos aprender si pudiéramos verlo como rodajas muy delgadas.

Imaginar un cuerpo cortado en rebanadas me dio escalofríos y casi me ponía a llorar. Mi padre se dio cuenta de eso muy pronto.


—¡Pero no vamos a usar un cuchillo! —Me dijo mientras me abrazaba—. ¡De hecho, en el futuro usaremos luz! Unos colegas estadounidenses están trabajando en un proyecto fascinante. En unas décadas ese instrumento estará en todos los hospitales del mundo.


De niña no entendía cómo se podía ver el interior del cuerpo humano usando solamente luz. Hace unos años mi madre se cayó de las escaleras y tuvimos que llevarla de urgencia al hospital. Fuimos a un laboratorio especializado para que los doctores pudieran entender sus fracturas antes de intentar cualquier cirugía. La metieron en uno enorme tubo que hacia ruidos tremendos, y al final del día los doctores nos mostraron a través de una pantalla en blanco y negro un corte transversal de la pelvis y fémur. Pensé de inmediato en las rodajas de manzana que mi padre había puesto sobre el escritorio. Me había descrito el futuro de la imagen médica. Después de una larga cirugía y una lenta terapia de recuperación, mi madre volvió a caminar, aunque siempre se quejó del dolor de huesos y las horribles cicatrices que los doctores le dejaron.


Mi padre no vivió lo suficiente para ver aquél proyecto hecho realidad. Después de su muerte, tuvimos que hacer lo que ni yo, ni mi madre, ni hermanos queríamos hacer. Vaciar su estudio nos hizo recordar cuando jugábamos con sus poliedros, después de que él y sus colegas de la universidad llenaran la habitación de humo de cigarro. Donamos la mayoría de sus libros al acervo de la universidad, y nos repartimos los cinco sólidos platónicos entre mis cuatro hermanos. Yo me quedé con el tetraedro, porque como soy la hermana menor, me merecía el sólido con el menor número de caras. Pero no encontré nada que me ayudara a saber qué hacía mi padre durante esos años.


En el Archivo Nacional del Terror hay una colección de fotos de la universidad en tiempos de la dictadura. Están en un pasillo oscuro, con luces ámbar que iluminan las paredes con los cuadros en blanco y negro. Soldados haciendo guardia en la entrada de la biblioteca, los cuerpos de estudiantes regados sobre la plaza principal, unos guardias llevando a un hombre encapuchado a uno de los laboratorios de física. La estatua de la cinta y los anillos se puede ver en el fondo. Para entender de qué manera mi padre pudo estar envuelto en medio de todas las controversias y operaciones secretas de la dictadura, tenía que volver a la universidad.


Conocí a Nicolás cuando estaba perdida en mi clase de estadística. Pensé que, al estudiar historia, yo nunca tendría que lidiar con los números, pero ninguna de las humanidades se salvaba de un semestre en el que se trabaje con gráficas, desviaciones estándar y no se qué más. Lo conocí en esa clase y de inmediato supe que aquello no era suficiente para él. Ahora da clases en las mismas aulas que mi padre, asesorando artículos y con varios reconocimientos colgando en su oficina. Nicolás se había convertido en la joven promesa de la institución. Acordamos vernos en una de las muchas mesas al aire libre, entre los jardines, donde más de una vez me ayudó con los interminables ejercicios de matemáticas.


—Quiero entender el trabajo de Enrique Caldera —dije, poniendo algunos de los libros que escribió sobre la mesa—. Pensé que sería capaz de entender su trabajo si me concentraba lo suficiente, pero no es así. Necesito tu ayuda.


—Jamás creí que te interesaría la topología. —Me dijo mientras hojeaba los libros—. ¿A qué se debe este interés?


Fui muy cautelosa de sacar cualquier papel con sus notas originales de entre las páginas. No quería que supiera que era mi padre.


—Bueno, yo… Estoy haciendo una investigación acerca de su vida. Y no creo que pueda hacer un buen trabajo si no entiendo las matemáticas con las que trabajaba.


—Estas son matemáticas muy complejas —dijo sonriendo—. Entre menos números veas, más complejas son. Esto no es como la clase de estadística. Va a tomar más tiempo.


—No importa —le dije de inmediato—. Quiero saber. Además, por eso vine contigo. Confío en que puedas explicar de tal manera que mi cabecita pueda entenderlas.


Nicolás rió y asintió. —Está bien, está bien, iremos paso a paso. Empezaremos por los fundamentos y lentamente nos iremos a las ideas más abstractas.


Después de hojear los libros mientras yo temía que encontrara cualquier indicio de que esos libros le pertenecieron a mi padre, me volteó a ver a los ojos y me dijo:


—Ay Nadia, echaba esto de menos.


Nos juntábamos cada miércoles cuando terminaba de dar clases. A veces lo notaba cansado, sabía que no había dormido por sus ojeras. Pero siempre sonreía al verme y estaba emocionado por presentarme el nuevo material que había preparado para mí. A veces sentía que se esforzaba más en enseñarme sobre espacios euclidianos y transformaciones lineales que los temas que enseñaba en sus clases.


—Es que la topología es fascinante —me decía—. Lástima que se ha vuelto tan poco popular. La universidad está considerando eliminar la asignatura.


—¿Por qué?


Volteó a ver la estatua de la cinta y los anillos. Un grupo de estudiantes se estaba manifestando frente a ella.


—Varios académicos de la universidad trabajaban con los militares durante la dictadura. Incluido Caldera. —Me contó Nicolás—. No lo entiendo, le dedicó su vida a la topología, él solo lidiaba con espacios y dimensiones abstractas que de ninguna manera podrían hacer daño a nadie. A diferencia de los electrodos que usaban para torturar prisioneros y opositores.


—¿En los laboratorios de física?


Nicolás suspiró y asintió.


De niña le pedía a mi padre que me llevara a la universidad porque quería conocerla, porque quería ir a la misma escuela donde él iba a aprender. Quería entender de qué trataban todos esos libros con esos dibujos con fideos retorcidos y símbolos que parecían sacados de jeroglíficos egipcios. Él solamente me decía que no podía llevarme. No fue hasta mucho después que me enteré de que los militares restringían el acceso a la universidad, que los estudiantes tenían permitido recorrer una muy reducida parte del campus, y que el contenido de las asignaturas era estrictamente revisado por el régimen para vetar cualquier idea de corriente socialista o que se opusiera a las ideas del partido.


—No tiene sentido, la topología no es capaz de torturar o reprimir gente. ¡Los matemáticos no tienen la culpa!


Aquellas protestas lo alteraban. Admiraba el trabajo de mi padre como nadie más. Nuestras conversaciones se volvieron más largas con las semanas y eventualmente las mesas y bancas de la universidad se nos hacían incómodas. Nos empezamos a reunir en un pequeño café que sólo él conocía, escondido en el segundo piso de una plaza comercial. Ahí me contó cómo una taza de café y una rosquilla eran topológicamente idénticas, porque ambas tenían un agujero. También recuerdo cuando lo visité al aula donde impartía su última clase del día. Se puso tan nervioso que no pudo terminar la demostración que le estaba presentando a sus estudiantes por casi una hora.


Ya había atardecido y Nicolás estaba en el mostrador esperando las tazas que había pedido para nosotros. La alfombra verde oscuro y la ausencia de ventanas le daban al café una atmósfera de intimidad, como si ahí se contaran secretos. Las lámparas incandescentes apenas si permitían leer los libros de matemáticas. Pero Nicolás se sentía más cómodo ahí que en la universidad. No podíamos quejarnos, y el café era delicioso.


—Bueno, creo que ya estás preparada para empezar a acercarte a la cuarta dimensión —me dijo, poniendo las tazas sobre la mesa.


—¿La cuarta dimensión? ¿Espacio y tiempo? Esas cosas me revuelven la cabeza. ¿Apenas estoy entendiendo las matemáticas y ahora quieres enseñarme sobre física?


—La física de Einstein no tiene nada que ver con esto. La cuarta dimensión de la que te quiero hablar es muy diferente a esa.


—Muy bien, ¿entonces qué es la cuarta dimensión?


—Es a lo que Caldera le dedicó los últimos años de su vida. Decía que nuestras mentes tenían la maravillosa capacidad de entender y fascinarnos por cosas que nunca habíamos visto en el mundo real, como el infinito, los números imaginarios, o la cuarta dimensión.


Era admirable la manera en que Nicolás veneraba a mi padre. Jamás había escuchado a nadie hablar así de él.


—Caldera decía que para entender cómo la tercera y cuarta dimensión interactúan, primero hay que entender cómo la segunda y tercera dimensión lo hacen.


Nicolás sacó hojas de papel y un bolígrafo de su maletín. Al principio pensé que iba a empezar a escribir ecuaciones, pero sólo cortó las hojas en cuadritos pequeños y comenzó a dibujar figuras simples en ellas: cuadrados, círculos, y triángulos. Después, los regó sobre la mesa.


—Imagina que esta mesa es un mundo de dos dimensiones —me explicó mientras deslizaba las figuras por la mesa—. Estas figuras se pueden mover de izquierda a derecha, hacia enfrente y hacia atrás, pero no hacia arriba ni abajo. Es decir, no pueden mirarte, ya que tu cabeza está sobre ellos. Solamente se pueden mover en dos dimensiones.


Asentí, hasta ahora todo parecía tener sentido. Luego dibujó un corazón y un garabato dentro de uno de los cuadrados.


—Por ejemplo, este cuadrado tiene un corazón y unos intestinos, pero su amigo triangular no sería capaz de verlos. Los seres bidimensionales solamente pueden percibir el mundo en una dimensión.


—El triángulo vería al cuadrado como una línea —intuí.


—¡Exacto! Al igual que nosotros, que vivimos en tres dimensiones, sólo percibimos el mundo en dos dimensiones. Yo no puedo saber lo que ocurre fuera de este café sin salir de él. Y nosotros, que somos seres de una dimensión superior para el cuadrado y el triángulo, somos capaces de ver lo que hay en el interior de ellos.


Viendo al cuadrado y al triángulo, me di cuenta de que eran seres totalmente planos que parecían no esconder muchos secretos. Le pregunté a Nicolás si la existencia en dos dimensiones no sería un poco aburrida e inconveniente. Él solamente se rio.


—¿Y tú crees que un hipotético ser tetradimensional no pensaría lo mismo de nuestro mundo? Para ellos nuestras tres dimensiones serían tan limitantes como esta mesa plana lo es para nosotros.


Fue ahí cuando consideré la posibilidad de que tanto Nicolás como mi padre estaban locos. Aquello no eran matemáticas, sonaban a tonterías. Me tomó unos segundos entender qué significaba tetradimensional. Recordé que el tetraedro de mi padre tenía cuatro lados y todo recobró el sentido; se trataba de una palabra para referirse a las cuatro dimensiones de una manera formal.


—¿Crees que estoy loco? —Me preguntó Nicolás—. Aunque no lo creas, estas son matemáticas. Es lo bonito de las matemáticas, no se limitan a las leyes de la naturaleza, sino a la grandeza de nuestros pensamientos.


—No, no estás loco —dije de inmediato—. Creo que tiene sentido.

Continuó con su explicación. Tomó otra hoja de papel, y comenzó a trazar los planos de una casa. Dibujó las paredes, algunas puertas, y hasta unos muebles. Pero no dibujó sillas ni alfombras, porque era imposible sentarse en dos dimensiones ni descansar los pies sobre una suave y mullida alfombra de lana.


—¿Qué le falta a esta casa?


Después de ver los planos por unos segundos, me di cuenta de que podía ver absolutamente toda la casa. No había ningún secreto.


—Le falta un techo, aunque eso es imposible en dos dimensiones.


—Así es, los seres bidimensionales no tienen techo, no porque no quieran construirlo, o porque no sepan cómo, sino porque simplemente no pueden concebir la idea de un techo. Para ellos, están perfectamente protegidos del exterior.


Comencé a pensar cómo funcionaría una sociedad bidimensional, una ciudad entera trazada sobre papel. No podía concebir la idea de que a ninguno de los habitantes de ese mundo plano se les ocurriera la idea de mirar hacia arriba o abajo. Pero Nicolás tenía razón. No eran capaces de hacerlo ni de imaginarlo.


—Ahora piensa en un ser de cuatro dimensiones viendo nuestro mundo. Ellos se preguntarían por qué no tenemos una pared que nos proteja en una dirección que ellos pueden ver perfectamente, pero que nosotros somos incapaces de concebir. Y no solo nuestros edificios: nuestra ropa, esta taza de café, este maletín, nuestra propia piel. Seríamos como un libro abierto para ellos.


—Carajo. —Fue lo único que pude decir.


Nicolás recogió los trocitos de papel, los guardó en su maletín y se despidió de mí, como si nada hubiera pasado, como si no hubiera reventado mi cabeza en mil pedazos.


—Creo que eso fue todo por hoy. Te veo en una semana, aquí mismo, a la misma hora.


Por primera vez en mi vida me pregunté si estaba siendo observada por seres de una dimensión superior. Mientras me bañaba y mientras intentaba dormir, por más que me envolviera en mis sábanas no podía dejar de pensar que mi piel y mis entrañas estaban completamente expuestas para esos seres hipotéticos que mi limitado cerebro tridimensional no podía percibir.


Una semana después, llegué al café un poco tarde. Nicolás no estaba ahí. Esperé un par de horas y al final tuve que irme, decepcionada y algo confundida. Estaba tan emocionada por seguir aprendiendo sobre la cuarta dimensión que comencé a olvidar por qué estaba haciendo todo eso. Nicolás tenía razón. Esos temas eran tan abstractos, tan hipotéticos, que no tenían ninguna otra utilidad además de despertar la mente y provocar crisis existenciales. No eran capaces de dañar a nadie. Al día siguiente fui temprano a la universidad para buscar a Nicolás. Probablemente tuvo que quedarse en su oficina hasta tarde. Trabajaba mucho, lo podía ver en sus ojos y en el poco cuidado que le daba a su ropa y a sus notas. No lo vi en su oficina ni en las aulas donde solía dar clase.


Regresé al café por la tarde, esperando su llegada. Comenzaba a preocuparme. Le había preguntado a algunos de sus estudiantes si lo habían visto. Me dijeron que era el tercer día que no llegaba a dar clases.


—Perdón por no poder venir el día de ayer.


Escuchar su voz a mis espaldas me quitó un enorme peso de encima.


—¿Qué pasó?


—Mucho trabajo ayer y hoy. No tienes idea; tuve que quedarme hasta muy tarde después de clases.


No dije nada al respecto.


—Espero que hayas descansado lo suficiente. —No quise preguntarle por qué había mentido.


—Entonces, ¿estás lista para seguir aprendiendo sobre la cuarta dimensión?


—Más que lista.


Esta vez yo le invité el café. Mientras esperaba a que el barista preparara nuestras tazas, vi a Nicolás sacar todos los papelitos con figuras geométricas dibujadas en ellos.


—¿Y ahora qué vamos a hacer? —Le pregunté después de sentarme.


—Vamos a experimentar con la segunda y tercera dimensión. Es una práctica que me gusta hacer con mis estudiantes.


—¿Les has hablado también sobre la cuarta dimensión?


—A veces, pero creo que nadie ha demostrado tanto interés como tú.

Después de escuchar aquello solamente miré abajo y sonreí. Tal vez me sonrojé.


—¿Qué experimentos vamos a hacer? —Dije mientras jugaba con las figuras geométricas, deslizándolas sobre la mesa.


—Recuerda que estos seres bidimensionales no conocen la tercera dimensión. ¿Qué clase de movimientos pueden realizar?


Deslicé las figuras por la mesa y les di vueltas, sin despegarlas de la madera, claro, porque entonces estarían viajando a una dimensión superior. Tampoco podía permitir tener dos figuras una encima de la otra, porque entonces estarían ocupando tres dimensiones.


—Sólo pueden moverse y girar ya sea a favor o en contra de las manecillas del reloj —concluí.


—Correcto, sólo esos dos tipos de movimiento son posibles. Pero tú eres un ser tridimensional, ¿qué clase de movimientos puedes realizar con las figuras que éstas no puedan?


—Bueno, si las puedo despegar de la mesa, puedo moverlas arriba y abajo, o hacerlas girar así.


Nicolás se alegró al ver que comenzaba a entender cómo la segunda y tercera dimensión interactuaban.


—Imagina lo aterrador que debería ser para esas figuras moverse en una dirección que ni siquiera pueden imaginar. Ahora, imagina que giro este triángulo de manera que quede en una posición vertical.

Tomó al triángulo, al que le había dibujado un corazón e intestinos en forma de fideos, y lentamente lo introdujo en una pequeña grieta que había en la madera.


—Acabo de tomar este triángulo, lo he girado en una dirección la cual no es capaz de comprender, y lo he vuelto a introducir al plano bidimensional de donde proviene —dijo, y acercó un cuadrado al triángulo—. ¿Qué es lo que vería este cuadrado?


Antes de decir cualquier cosa me puse en los zapatos del cuadrado (aunque los seres bidimensionales no pudieran usarlos). El triángulo estaba atravesando el plano bidimensional, pero no del todo; más bien, ahora sólo una sección del triángulo residía en él. En esta disposición, el cuadrado vería una línea que expone una sección unidimensional de las entrañas del triángulo.


—Dios mío —murmuré. Era exactamente lo mismo que las radiografías de mi madre.


—Imagina lo perturbador que sería ver a tu amigo triangular reducirse a una sola línea que expone su interior. —Hizo las figuras a un lado y tomó otra hoja de papel—. Este es otro experimento.


Recortó los bordes de un cuadrado con tijeras y colocó varios círculos en su interior.


—Este es el banco más grande del mundo bidimensional. Aquí se guardan muchísimas monedas de oro, y como puedes ver, nadie puede acceder a su interior. Pero tú y yo somos seres tridimensionales, y no solamente podemos ver lo que hay en su interior.


Levantó uno de los círculos y lo colocó afuera del cuadrado.


—Imagina lo mismo ocurriendo en cuatro dimensiones. Una mano invisible desapareciendo las reservas de oro del país, y haciéndolas aparecer en otro lugar sin ningún rastro. Para los seres tetradimensionales somos completamente vulnerables. No solamente pueden ver nuestro interior, pueden manipularlo.


—Me estás asustando. No pude dormir la otra noche pensando que estoy siendo observada por entes que ni siquiera puedo ver.

Nicolás se echó a reír. —Tranquila. La cuarta dimensión son matemáticas recreativas. No tenemos evidencia de que existe.


—¿De la misma forma que los seres bidimensionales no tendrían evidencia de que existe la tercera dimensión?


Su sonrisa se desvaneció. —Buen punto. Oh, hay una cosa más.

Sacó un plumón grueso y dibujó la letra S. La tinta se había filtrado hasta el otro lado del papel.


—La letra S ha vivido toda su vida en las dos dimensiones, hasta que un día, un ser tridimensional, curioso por el mundo plano, levanta a la letra S, la estudia dándole vueltas y analizando su interior, y porque no es un ser cruel la regresa al plano de donde había venido.

Nicolás volvió a poner la letra S sobre la mesa. Pero ya no parecía la letra S, más bien, se asemejaba a la letra Z, o al número dos.


—El ser de tres dimensiones, sin darse cuenta, había invertido a la letra S. Para él es un movimiento trivial, pero imposible para la letra S. Ahora todo su mundo ha sido invertido. Su izquierda es su derecha, y sin importar cómo se mueva o gire, jamás volverá a ser la letra S. Su quiralidad cambió para siempre.


—¿Quiralidad? ¿Qué es eso? —le pregunté.


Tomó mis manos y me miró a los ojos.


—Tu mano izquierda y derecha son quirales. Por ejemplo: sin importar cómo muevas o gires esta mano —dijo, mientras apretaba gentilmente mi mano izquierda—, no puedes hacer que se asemeje a tu mano derecha.


Si Nicolás fuera un ser tetradimensional habría notado lo rápido que mi corazón latía. Pero algo me decía que no necesitaba serlo para darse cuenta de que me había enamorado.


Comenzamos a salir, ya sea en el mismo café donde me ayudó a desenmarañar los secretos de la cuarta dimensión, o en los jardines de la universidad en la que alguna vez fuimos estudiantes. Y claro, unas semanas después tuve que confesarle que Enrique Caldera era mi padre. Ya no podía ocultar ese secreto.


—¿Y por qué no me lo dijiste?


—Pensé que me tratarías diferente si sabías que era la hija de uno de los matemáticos que más admiras.


—Probablemente, creo que sí lo hubiera hecho. —Se rascó la barbilla—. Me hubiera encantado conocerlo.


Me recliné en su hombro y suspiré. —Creo que lo conoces mejor que yo. Jamás se sentó a explicarme las matemáticas con las que trabajaba como tú lo hiciste.


Unos meses más tarde rentamos un departamento cerca del campus. Él seguía dando clases de matemáticas y yo entré como profesora suplente de historia. Fue una sensación extraña estar del otro lado del aula, con todas esas miradas atentas a cada palabra que dices. Aprender se me daba bien, pero enseñar… No estaba segura. Mi trabajo como profesora me hizo abandonar poco a poco mi proyecto de investigación familiar hasta que decidí dejarlo por completo. Después de todo, había cosas más importantes que aprender acerca del pasado de mi país. Si mi padre alguna vez trabajó con los militares, el espacio tetradimensional parecía no tener impacto alguno, a diferencia de las facultades de ciencia, donde estaban los laboratorios de química y medicina. En el archivo nacional se exhiben algunos de los instrumentos que se usaron en contra de presos políticos y manifestantes. La mayoría todavía tienen marcado el sello de la universidad.


Vivir con Nicolás me ayudó a entender lo estresante que era su trabajo, o al menos creía que lo era, pues había noches en las que no llegaba al departamento y lo encontraba en la universidad al día siguiente, con la mirada perdida en el espacio. Otras veces se levantaba en medio de la madrugada y se iba a trabajar al pequeño estudio que tenemos. No fue hasta esa terrible noche que entendí el profundo dolor que guardaba dentro, el mismo que lo impulsaba a trabajar con tanto esmero para olvidarse de él.


Sus patadas y manotazos me despertaron en medio de la noche. Lo vi sollozar en silencio, envuelto en las sábanas llenas de sudor, llorando y llamando a su madre como un niño. Me quedé petrificada, sin saber qué hacer, mientras sufría encerrado en aquella pesadilla. Su grito me obligó a reaccionar y me abalancé sobre él para abrazarlo y calmar sus espasmos.


—¡Mamá! ¡Suelten a mi mamá! ¡No se la lleven!


—¡Nicolás! ¡Tranquilo!


—¡Papá! ¡No! ¡No le peguen!


Lo abracé tan fuerte como pude y lo sacudí hasta despertarlo. Las manos le temblaban y apenas si podía hablar. Lloró a mi lado toda la noche, y se quedó acostado el resto del día, sin siquiera moverse. Tuvo que pasar un día antes de que se atreviera a hablarme.


—No quería que me vieras así. Creí que podía ocultarlo.


—¿Desde cuándo tienes esas pesadillas?


—Desde que era niño. Desde que me fui a vivir con mis abuelos luego de que los soldados se llevaron a mis padres.


Me contó sobre la noche en la que los soldados entraron a su casa, golpeando la puerta hasta tumbarla. Destruyeron todos los muebles y se llevaron a sus padres por la fuerza. El régimen los había identificado como enemigos del estado a causa de las protestas a las que asistían, exigiendo el fin de la dictadura. Me contó que no solamente eran las pesadillas lo que lo atormentaban, eran esos pensamientos oscuros que se manifestaban en su cabeza en medio de la clase, mientras comía, mientras leía un libro. Repetía en su cabeza aquella terrorífica escena e imaginaba lo peor.


Me partía el corazón verlo así, avergonzado de su sufrimiento. Lo peor era la enorme diferencia que había en nuestra experiencia durante la dictadura. Yo había escuchado cosas, sobre las protestas, los toques de queda, pero nada que me haya dejado secuelas durante años. Me di cuenta que, como sociedad, nos martirizamos al ocultar nuestras penas, queriendo olvidar lo que alguna vez pasó, sonriendo y mirando hacia el futuro, mientras lidiamos con nuestras batallas en silencio.


Aquello me hizo retomar mi investigación familiar. Tal vez yo no había sufrido tanto como Nicolás, pero no quería quedarme callada. Ya no estaba haciendo esto por mí, sino por Nicolás, y todas aquellas personas que todavía buscan respuestas. Decidí entonces enfrentarme a la única persona que podía ayudarme a entender mejor a mi padre.


—Ay hija, ¿para qué quieres saber esas cosas? Eso ya se quedó atrás —me dijo, como siempre lo hacía cada vez que le preguntaba sobre aquellos años. Divagaba mucho, hacía el tema a un lado, o lo minimizaba. Me había dado por vencida. Creía que de mi madre no podría aprender nada sobre el pasado. Pero después de lo ocurrido con Nicolás, volví a insistir.


—Porque quiero saber qué pasó. Quiero saber qué fue lo que hizo mi padre.


—Tu padre fue el matemático más brillante del país, era de esperarse que los militares recurrieran a él en ocasiones.


—¿En serio? ¿Quieres que crea que los militares iban con mi padre para que les diera clases de álgebra? Tiene que haber algo más. Por favor, dime qué fue lo que pasó de verdad.


Mi madre, sentada en la silla de su habitación, mirando hacia el pequeño patio, suspiró.


—Fue un pequeño proyecto de investigación que tu padre y un físico inglés comenzaron en la universidad, no mucho antes del golpe de estado. Cuando la junta tomó el poder y le quitó la autonomía a la universidad, se interesaron por el proyecto de tu padre.


No se atrevía a mirarme a los ojos. En su lugar veía a los gorriones que llegaban al patio a picotear la tierra.


—Hija, esas fueron cosas horribles. No tienes que saberlas. No quiero que las sepas.


Le di la vuelta a su silla y puse mis manos en sus hombros. Me temblaban los dedos y no sabía por qué. Mi madre sólo miraba hacia abajo.


—¡Mamá! Tú querías que estudiara filosofía, ¿y ahora me dices que no merezco saber? ¿Que no puedo saber la verdad? ¿No es eso lo que busca la filosofía y la historia? ¿Conocer la verdad y el pasado por más que duela y no queramos aceptarlo?


No tenía más a dónde ir. Levantó la mirada poco a poco, para dejarme ver las lágrimas en sus ojos, y luego rompió en llanto. Lloró sobre mi hombro, pidiéndome perdón una y otra vez, porque tuvo que morderse la lengua todos esos años para cumplir la promesa que le había hecho a mi padre. No querían que me enterara de las cosas que él hizo para mantenernos a salvo del régimen. Veía cómo las familias de los colegas que rechazaban colaborar con los militares eran desaparecidas; no quería que nos pasara lo mismo.


Se levantó y abrió las puertas de su armario. De un pequeño cajón que ni yo sabía que existía sacó una caja de cartón.


—Le prometí que me desharía de esto si llegara a fallecer antes que yo. Pero mi conciencia no me lo permitió. Podía ocultar la verdad, pero no destruirla.


Me encerré en mi habitación y abrí la caja. Quería saber a lo que me estaba enfrentando antes de hablar con Nicolás. Había varias fotos de mi padre, sonriendo, en varios puntos emblemáticos de la ciudad, junto con quienes parecían investigadores extranjeros. Nada fuera de lo común, hasta que encontré la foto que celebraba la inauguración de la estatua de la cinta y los anillos, con decenas de investigadores frente a ella, y flanqueados por gente con uniforme.


Había muchas cartas, anotaciones, garabatos y reportes escritos con máquina de escribir. Algunas hojas parecían estar escritas al revés, y unas radiografías a color me revolvieron el estómago. Eran tantas cosas que no sabía por dónde empezar. Hasta que vi un sobre viejo con mi nombre escrito en él. Lo abrí y empecé a llorar cuando me di cuenta de que era una carta de mi padre dirigida a mí.


Nadia:


Siempre supe que tú serías quien haría las preguntas difíciles. No solamente sobre matemáticas, que me hubiera gustado enseñarte, sino también sobre mi pasado.


Lewis Clayton, un brillante físico inglés, visitó el país para discutir conmigo sobre la cuarta dimensión. Quedó tan cautivado que con la pequeña fortuna que hizo desarrollando métodos de fabricación de fármacos, compró una lujosa casa en las afueras de la ciudad, y venía a mi oficina cada semana para hablar sobre las matemáticas de la cuarta dimensión. En uno de los experimentos que él había realizado, logró invertir la quiralidad de una sustancia química sometiéndola a pulsos y frecuencias específicas de radiación electromagnética. Yo sugerí, bromeando, que eso era evidencia de que era posible manipular la materia en la cuarta dimensión. Clayton quedó cautivado. Comenzamos un proyecto en el que él desarrollaría la tecnología y yo la matemática para lograr manipular la cuarta dimensión. Fueron meses apasionantes.


Hicimos las primeras pruebas con objetos pequeños, como lápices y monedas. Los primeros intentos fracasaron, pues hicimos desaparecer algunos lápices y cigarrillos. Deduje que se habían trasladado fuera del espacio que conocemos, perdidos para siempre. Pero en los experimentos siguientes logramos mover materia fuera del espacio tridimensional y hacerla volver. Hasta logramos invertir la quiralidad de una moneda, reflejándola como un espejo.


Habíamos desbloqueado una cuarta dirección de movimiento. No hacia arriba ni abajo, ni izquierda ni derecha, ni adelante ni atrás. En ese entonces escuchaba de los últimos avances en el desarrollo de la tecnología de la tomografía computarizada, y le sugerí a Clayton probar esta tecnología con seres vivos. Trasladaríamos parcialmente el cuerpo de un ratón en la cuarta dimensión, permitiéndonos ver su interior. Lewis creyó que aquello acabaría cortando al ratón por la mitad, pero aún así aceptó. Después de refinar la resolución y potencia de su instrumento, logramos exponer la caja torácica de un ratón. Vimos sus pulmones llenarse y vaciarse de aire, una vivisección sin bisturí ni dolor. No lo estábamos viendo a través de una pantalla, sino en carne propia. El ratón dormía y comía con normalidad mientras las antenas que rodeaban su jaula hacían lo que parecía ser magia.


Pasamos los meses siguientes experimentando con ratones, maravillados con el detalle que podíamos obtener al manipular seres vivos en cuatro dimensiones. Todas esas hipótesis sobre seres tetradimensionales se habían convertido en una realidad. Observamos el proceso respiratorio, circulatorio y digestivo con sumo detalle. Nuestra tecnología podía realizar cortes transversales en cualquier dirección, permitiéndonos ver el movimiento de la comida a través del esófago, y el de la sangre a través del corazón. Al principio creíamos que el ratón se desangraría al exponer sus arterias, pero la sangre simplemente desaparecía, fluyendo hacia el espacio tetradimensional, y regresaba por las mismas venas.


Clayton, fascinado por la cantidad de detalle que podían obtener, me propuso utilizar el instrumento para observar el cuerpo humano. Aquello sonaba fascinante. Observar los procesos del cuerpo humano en tiempo real, con una calidad que ninguna máquina de rayos X puede lograr.


En los últimos años de la dictadura, el ejército entró a la universidad para tomar el control de la institución. Tenían mucho interés en los proyectos de investigación que se estaban llevando a cabo. Exhibí con orgullo nuestros avances, ejemplificando las aplicaciones en el área de la medicina observando el proceso de gestación de un ratón. Manipulamos su vientre en cuatro dimensiones para exponer a la pequeña criatura a los ojos de los militares.

Nos permitieron continuar con nuestra labor, a diferencia de otras facultades cuyas ideas consideraban radicales y en contra de los ideales del partido que estaba en el poder. Clayton y yo trabajamos a altas horas de la noche. Pude ver cada una de las capas que conformaban mi mano, exponiendo la piel, los músculos y hasta los huesos.


Pero como seguramente ya sabes, las cosas afuera de la universidad, de la cual casi no salía, empeoraron. Fue en uno de los muchos toques de queda, cuando las líneas telefónicas dejaron de operar, que uno de los guardias afuera del laboratorio colapsó de dolor. Se quejaba de un fuerte dolor en su abdomen, y lo primero que pensé fue en examinar su cuerpo en cuatro dimensiones. Lewis colocó el instrumento sobre su abdomen y, utilizando las innumerables perillas del panel de control que construyó, logramos observar parte de su intestino. Apendicitis. Busqué a un practicante de medicina y realizamos una operación de emergencia: extirpamos el apéndice sin realizar ninguna incisión en la piel.


Ahí fue cuando Lewis y yo nos dimos cuenta de que no solamente podíamos observar el interior de los objetos tridimensionales. Podíamos manipularlos también. Declararon nuestro proyecto un asunto de seguridad nacional. La vigilancia alrededor del laboratorio aumentó. Querían saber todo acerca de la tecnología.

Fue entonces cuando los prisioneros empezaron a llegar. Golpeados, hambrientos, apenas con vida. Creí que nuestra tecnología no podía causar daño alguno, pues no cortaba la materia como un cuchillo, sino simplemente la movía al espacio tetradimensional. Pero jamás pude predecir el uso que la dictadura le daría.


El terror de ver tus propias entrañas, de ver tus extremidades desaparecer y ver la carne viva era suficiente para volver loco a cualquiera. Moribundos por el dolor tras días de tortura, realmente creían que estaban siendo desollados. Los que eran liberados contaban historias de terror sin ninguna cicatriz que demostrara sus experiencias. Pero no podía detenerme. Sabía que era demasiado valioso para el régimen, y que harían lo que fuera para no abandonar mi trabajo.


Lewis, que no tenía familia en el país, se negó a continuar con los experimentos. No soportaba los gritos de terror ni el sufrimiento. Al no querer colaborar con el proyecto, los militares lo encerraron.

No supe que había sido de él hasta unas semanas después, cuando uno de los generales que había visto las monedas que reflejamos me pidió hacer lo mismo con Lewis. Él y yo habíamos discutido los efectos de invertir la quiralidad del cuerpo humano, y pactamos no realizar reflexiones en ningún ser vivo. Pero cuando se trataba de órdenes de los militares, no tenía otra opción.


Utilicé el instrumento que Clayton había creado para transportarlo a la cuarta dimensión, reflejarlo, y traerlo de vuelta a la celda. Era como si se hubiera reflejado en un espejo. Aterrado, me dijo que todo estaba al revés. El general le pidió que levantara su mano derecha, y él levantó la izquierda. Clayton era zurdo, pero escribió su nombre con la mano derecha después de que el general se lo pidiera. Utilizamos un espejo para poder leer lo que había escrito.


Estábamos conscientes de esos efectos, pero era lo que menos me preocupaba. Clayton pronto aprendió a interpretar el mundo reflejado que estaba experimentando. Había perdido peso desde que fue encerrado, y todo empeoró después de su reflexión. Vomitaba la comida que le daban, no podía digerir nada más que agua. Aquello tenía una explicación sencilla. La quiralidad de todas las moléculas de los seres vivos es la misma, desde las azúcares, hasta las enzimas y aminoácidos. Clayton tenía una quiralidad diferente. Su química era incompatible con la nuestra.


Le pedí al general ofrecerle comida reflejada para mantenerlo con vida, pero él se negó. Aquello era simple tortura. Su familia en Inglaterra le pidió al país liberarlo, y el ejército lo hizo. Regresó a Inglaterra con severa desnutrición, y falleció a los pocos días.

El estado no estaba interesado en utilizar la tecnología para la medicina. Y yo fui un matemático ingenuo e idiota al creer que la dictadura haría el mejor uso de la tecnología y las matemáticas que habíamos desarrollado. Estaba emocionado por darle al mundo la posibilidad de estudiar el mundo en cuatro dimensiones. 


Sólo espero que me perdones, y que sepas que mi único objetivo fue protegerte a ti y a toda nuestra familia. Cuando el partido comenzó a perder poder, cuando se acercaba el fin de la dictadura, destruí aquella horrible máquina y escondí la evidencia. No quería volver a pensar en la cuarta dimensión. Quiero olvidar que todo esto alguna vez pasó.



Rompí en llanto después de leer la carta, no sé si de rabia al saber que mis padres me habían ocultado la verdad, o de tristeza al darme cuenta de las decisiones que mi padre tomó para protegernos. Me pregunté si de verdad había valido la pena todo el sufrimiento que causó. El país tenía que enterarse de todo eso.


Me alegré al saber que Nicolás y yo teníamos la misma idea en mente. No podíamos guardar silencio. Aunque el diseño de la tecnología no estaba en la caja de evidencia que mi madre me dio, sabíamos que si el testimonio de mi padre se volvía público, era cuestión de tiempo para que alguien construyera otro manipulador tetradimensional. No podíamos ocultar la tecnología porque eso también ocultaría el terrible uso que se le dio.


Tardamos semanas en preparar toda la evidencia, y meses en prepararme mentalmente para visitar el lugar en donde estoy ahora. El Archivo Nacional del Terror, la institución que tiene como misión recuperar la memoria, en busca de la verdad y la justicia sin importar qué. A mis treinta y tres años creo que finalmente entiendo el verdadero significado de este sitio.


Nicolás se interesó por la escritura poco tiempo después de que nos fuimos a vivir juntos. A veces escribe para expresar ese dolor que llevaba dentro y que no podía compartir con nadie, y otras veces me escribe poemas de amor. Tras leer la carta de mi padre y verme llorar desconsolada, después de que supe las cosas que había hecho durante la dictadura, me escribió un poema, creo que para darle un mejor propósito a la tecnología con la que mi padre trabajó:


El amor en cuatro dimensiones

No hace falta quitarse la ropa para hacer el amor en cuatro dimensiones,

porque así como uno puede estudiar el interior de una casa al ver sus planos arquitectónicos,

el cuerpo humano se convierte en un libro cuyas fibras se pueden tocar como si de páginas se trataran.

Puedo ver a través de tu piel, ver tus músculos tensarse,

las venas dilatándose cuando nuestros labios se encuentran,

tu diafragma haciéndote exhalar ese aire con el aroma del placer, todos esos movimientos que estuvieron ocultos finalmente se revelan en infinito detalle.

Tus manos entran en mi cuerpo tratando de abrazar el alma,

pero te encuentras con mis costillas que haces a un lado como si fueran de papel,

y ahí lo encuentras. Mi corazón desnudo, latiendo sin control.

Y al final de todo, cuando regresas a una dimensión inferior y las páginas del libro se cierran,

te das cuenta de que solamente habías amado como quien lee un libro sin abrirlo.

Las tres dimensiones se vuelven opresivas, insuficientes para expresar y experimentar los misterios del amor.




Martín Tirado (México). Desarrollador web y diseñador gráfico. Entusiasta de la divulgación científica y la ciencia ficción. Entre sus pasatiempos se encuentran las computadoras, la escritura creativa y la fotografía.

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