Me pareció escucharla entre resonancias lejanas, entre planetas, entre polvo de lo olvidado. Era el eco de las posibilidades no pensadas, de esas que se pegan a la sombra de una inspiración y de golpe se vuelven una luz que nutre el alba y el ocaso de la brevedad en nuestra piel.
Era como si por primera vez, desde la distancia, pudiera escucharla. Podía imaginar o razonar su voz, pero no sabía que su eco pudiera cruzar el vacío. Estoy casi segura de que lo que ahora escuchan parece una mentira. Lo cierto es que Metztli siempre fue un ser fantástico. Podrá estar lejos, pero siento que la distancia no le impide irradiarme con miles de ideas emitidas desde una tecnología mítica.
A Metztli la conocí en un ruidoso y sudoroso evento de hip-hop donde yo era la DJ para batallas. Tenía mi equipo listo para una lucha de rimas y frases infinitas entre dos personajes frente a un público escandaloso. Recuerdo bien que la presentaron como MC Coyolxauhqui. Ella subió al escenario y tenía enfrente a un hommie al que se le cayeron las sílabas únicamente de verla. Imagínenla: dreadlocks amarillos hasta la rodilla, ambas orejas perforadas con gruesos huesos de maguey y los brazos completamente tatuados con códices.
Ella parecía un glifo palpitante recién salido del muro de una pirámide, y estaba lista para rimar. Desde que le entregaron el micrófono sentí que algo iba a pasar: ella empezó a rapear en lengua originaria, en náhuatl. ¡Puf! En tres segundos, cuando la escuché, todo se conectó. Pocos meses antes yo había producido algunos mixes con instrumentos prehispánicos: atecocollis (caracoles), huilacapitztlis (flautas), panhuehuetl (tambor principal), y los combiné con los breaks que se fusionaron con su voz. El público comenzó a gritar y a empujarse, provocando un tremendo calor de temascal.
Metztli alternaba sus rimas con furia entre el náhuatl y el español: “noxhuihua, in omoxcuinque, in nahuitica yniman ic on huehueti (mis nietos, los del rostro pintado, por los cuatro rumbos hacen resonar los tambores), chimalli xochitl tomac onmania (la flor de los escudos permanece en sus manos). Auh in nelli mexica, in noxhuihuan, cecentecpantica, ontecpantica, in huehuehti, chimalli xochitl tomac onmania (los verdaderos mexicas, mis nietos, permanecen en fila, se mantienen firmes, hacen resonar los tambores, la flor de los escudos permanece en nuestras manos)”. Cada rima la decía con su potente voz que pegaba duro con el bajo de las bocinas y se mezclaba con los tambores sintetizados. Nadie se atrevió a quitarle el micrófono, mucho menos cuando se puso a danzar en el escenario e hizo que la gente formara un gran círculo con las manos en alto, invocando un desahogo, una fuerza colectiva oculta que encontró su flujo en la pista de baile.
Lo que vi esa noche no fue normal. Metztli era una chamana en un ritual hard core de palabras resonando con el beat. Diez minutos, ocho a lo más, fue lo que duró el juego entre su voz y la mezcla. Con eso prácticamente derribamos el lugar y finiquitamos el evento. Nadie más quiso subir a rimar, tampoco hizo falta; la gente estaba recién salida de una vaporosa catarsis. Fue entre esos vapores que Metztli, llena de energía vital, se acercó a la consola y dijo:
—Chica, tu música es un monumento acústico. Yo soy Metztli. ¿Cómo te llamas?
—DJ Mictlan —le di mi nombre artístico, para sonar más interesante y no otra Sharon de pelos azules y padres urgidos de blanquear el nombre.
Ella me extendió una tarjeta y agregó:
—Te veo mañana en el museo de antropología e historia, a eso de las dos. Quiero que escuches algo que te volará la cabeza.
La tarjeta tenía su nombre: “Dra. Metztli Gutiérrez Cotzomi, jefa de investigación”. Lo primero que pensé fue: ¿las doctoras pueden rapear así? Lo segundo: ¿para qué me necesita?
Era sábado y ella apareció en la entrada del museo con gafas oscuras, elegante, con los dredlocks recogidos en un panal sobre su cabeza y un chincuete de bordados de aves de colores. Su saludo fue un gesto que tenía el toque de: —¡Yeah! ¡Si te animaste a venir! Chica, esa es buena señal. Buenas vibras. No te vas a arrepentir.
Pasamos juntas por la entrada del museo y el personal la miraba de cierta manera: con un gozo que no podían disimular, como si todo cobrara colores y ritmo con su presencia. Los vigilantes hacían ademanes relajados, como en una canción funk mientras le daban los buenos días y firmaban las autorizaciones y un permiso para mí.
Me dieron un gafete, después aparecieron otras personas que parecían colegas de Metztli, y se acercaron a ella casi bailando una pieza de soul mientras comentaban sobre fechas y números.
La entrada del museo era una colección de mosaicos de rimbombancias arquitectónicas. No recordaba que el museo de antropología fuera tan grande. Pasamos por espacios silenciosos que no reconocía del museo. Caminamos hasta un área temporalmente cerrada al público y allí el sitio se volvió aún más oscuro. Nadie me decía nada. Yo solo caminaba por inercia en línea recta. De pronto me perdí entre un laberinto de paneles. Susurré a Metztli e intenté buscarla a oscuras. No parecía haber más gente que yo en ese laberinto casi a ciegas. Con el sonido de mis pasos y de mi corazón en tinieblas, me dejé guiar por la luz púrpura y tenue. Algo se escuchaba: era la sensación de una vibración casi imperceptible.
El techo era aún más oscuro, como un cielo sin estrellas que me provocó vértigo. Entré en pánico y supuse que era una trampa, una especie de experimento loco de una doctora que me había dejado en el laberinto como a un ratón. Tras doblar por uno de los paneles negros e interminables, al final encontré una luz púrpura que me guió hasta dos serpientes gigantes de mirada intensa. Estaban vivas y ardientes, iluminadas por aquella luz púrpura que resaltaba sus escamas y sus dientes afilados. Pude escuchar su respiración atrapada dentro de la escultura de piedra. Me encontraba frente a Coatlicue, o más bien, lo que vi fue a Coatlicue durmiendo dentro de la piedra, cambiando de piel, rodeada de aparatos y cables. Creí que la estaban descongelando de su letargo y mi corazón era atraído por su encanto, como para entregarlo a voluntad y darle vida a una energía perdida.
—Bastante impresionante, ¿no? —Metztli golpeó mi hombro y me hizo brincar del susto.
Después de calmarme del sobresalto me mostró datos en una computadora.
—Recientemente comenzamos a estudiar la andesita. Es la roca con la cual está hecha Coatlicue. Lo hacemos con ultrasonidos a distintas curvas y frecuencias. Descubrimos que la andesita emite señales acústicas en ondas muy características, y no son pocas. Son señales en descompresión atrapadas en la andesita. Aquí registramos todas las señales de emisión acústica, las llamamos hits. Al principio obtuvimos uno, dos hits; después cien, luego miles. Colocamos sensores piezoeléctricos para monitorear las señales y nos ha dado, no sé —Metztli llamó a una de sus compañeras—, ¡Carla! ¿Cuánto flow nos ha regresado Coatlicue?
—Cuarenta terabytes de hits sin filtrar y contando —respondió Carla a lo lejos.
—Todas en esta investigación —continúo diciendo Metztli— tenemos un límite. Lo que buscamos es un oído atento y poco común que filtre y clasifique los hits. Además, nos es imprescindible alguien que sepa sintetizar muy rápido. Anoche me hiciste vibrar y tuve una corazonada. Hemos seguido tu trabajo en etnografía acústica y creemos que eres la indicada. ¿Qué dices?
La pregunta no era si tenía dudas de qué es lo que iba a hacer o si iba a hacerlo; la pregunta era:
—¿Qué es lo que tengo que sintetizar exactamente?
—Ecos de otras épocas —respondió emocionada.
Puso unos audífonos en mis manos. No era un mal equipo, pero le mostré los míos, con cancelación de ruido. Ella hizo un puchero y yo me senté frente a una computadora para hacer un esfuerzo de entender los escalogramas de frecuencias. Su software tampoco era el mejor, así que pasé algunos días haciéndole ajustes. Cuando encontré el ritmo supe a qué se refería y me puse a organizar la primera síntesis de sonido. La vibración recorrió inmediatamente mi cuerpo debajo de la piel. Realmente tenían algo único grabado en la piedra.
Comencé a pasar horas frente a Coatlicue y podría ser intimidante, pero la sensación era inmensamente más imprecisa cuando pensaba en que estaba escuchando por dentro las señales que dejaba la compresión acústica contenida en ella; señales atrapadas en la andesita con un avance y una propagación de ondas a 20 kHz y 240 kHz mezclada en miles de capas.
En el primer mes, pude discernir murmullos de museo, no actuales, sino de días pasados. Después encontré el camino acústico para otras épocas. Al año fui navegando de onda en onda en un cosmos acústico donde yo era una audionauta visitando universos atrapados entre la materia y el ensueño.
El viaje traía lágrimas y gritos de terror que se revelaron desde el suelo. Escuché las dudas de hombres que descubrieron a la Coatlicue enterrada y que entre susurros hablaban de la piedra y la mítica duda en la sangre: ¿la volvemos a enterrar? Después escuché ecos de tierra y siglos de lluvia. Pude oír idiomas que no entendía. Después percibí los sonidos desgarrados en el cementerio de los dioses: burlas en un español que rezaba para sellar su triunfo; luego navegué en los más profundos rituales de frecuencias que se multiplicaban como el canto de las aves al amanecer.
Todos los sonidos son rompecabezas sensoriales diseminados en la naturaleza. Todos los hits tenían que pasar por la síntesis para poder unir las piezas y ensamblar treinta segundos de susurros. Pasé dos años enfrente de una computadora sintetizando ondas en un interminable mar de sonidos. En comparación con la cantidad de hits encontrados en ese tiempo, únicamente pude extraer cien piezas acústicas, en su mayoría fragmentos entre los que pudimos escuchar piezas musicales y cantos. Eso fue suficiente para que un día nos felicitaran por sonidos descubiertos que provenían del pasado e hicimos no sé cuántas aportaciones más en el campo de la “Arqueología electroacústica de síntesis especulativa”, o algo así lo llamaba Metztli. Eso no me interesaba tanto como ruidos y secuencias de navegación: allí había un sonido constante que no podía entender.
Entre todos los sonidos que discerní había un eco extraño que se entremezclaba en los rituales, en las voces, y que claramente relampagueaba dentro de Coatlicue constantemente, como un latido. Metztli y el resto de compañeras pensábamos que allí había otro misterio que teníamos que cazar como lo haría un jaguar en la noche. El sonido se repetía todo el tiempo, en todas las épocas, incluso en aquellas en las que Coatlicue estuvo bajo tierra.
Todos los días terminaba con los oídos cansados buscando respuestas. El cansancio era tal, que debía usar orejeras, como las que se utilizan en los sitios en construcción. Los viernes, Metztli acostumbraba invitarme a su casa para relajarnos y beber algunos mezcales. Ella mantenía muchas ideas en la hoguera de su mente. Tomaba un trago de mezcal y comenzaba a deshilar su maraña.
—Piensa en la comida y lo que ha pasado con los sabores a lo largo del tiempo. Piensa en la atrofia de cada uno de nuestros sentidos por el fast track de la comida y la bebida. No sabemos comer, no sabemos beber, ni sentir. No sabemos ver, y mucho menos sabemos escuchar. Hoy en día a la mayor parte del mundo les da lo mismo, o más bien, les suena igual Antonio Vivaldi y Henry Purcell, algo que sería imperdonable en sus épocas. Así como no distinguir entre Anita Tijoux y Ariana Grande es una locura para mí, algún día no va a importar. Sucede en todas las épocas y es probable que en cien años nuestra música contemporánea suene a un mismo y monótono ruido, o en menos, quizás en cincuenta años.
—A veces a mí me pasa en un día.
Metztli sonrió.
—Todo lo humano se va a convertir en un ruido indiscernible. Afortunadamente, los planetas siguen emitiendo sus propios sonidos. ¿Habrá una forma de escucharlo todo sin volverte loca?
Algo pensé en ese momento que tintineó en la respuesta de una plegaria. Entre el mezcal y el resto del universo se conectó mi cerebro y comenzó a freírlo.
—Al principio, sonido, luego sonidos registrados —comencé a balbucear entre el fuego de una idea—, el radio recoge las señales. Cada planeta puede ser un gran emisor. El sonido que no identificamos de Coatlicue, no de la roca, de nuestro monolito, es el sonido de las vibraciones de…
Brinqué de la sala. Fui a su computadora y busqué las galerías de sonidos de la NASA. Planeta por planeta busqué hasta que me quedé fría. Metztli no entendía de qué estaba hablando hasta que le di salida al sonido en una bocina y reproduje el sonido de Venus.
Metztli dijo, entre labios:
—Es… el eco… no es un ruido… el sonido extraño sin clasificar es Venus… el planeta Quetzalcóatl.
—¿Cómo es posible? —pregunté como para darle sentido al ciclo de todas las dudas.
Reorganizamos las prioridades. No sabíamos cómo, pero en los hits de emisión acústica de Coatlicue encontramos sonidos de Venus. Todo el equipo se replanteó la investigación y comenzó a juntar datos, a comunicarse con colegas y buscar responder al misterio. La respuesta más sencilla era que fuese un eco registrado; la pregunta más difícil era: ¿cómo se logra captar un eco tan distante? Comencé a explicarle a todo el equipo:
—Los sonidos planetarios que ahora conocemos se pueden reproducir únicamente con datos de ambientes, presiones y temperaturas recogidas por las sondas espaciales que se han acercado a lo largo de los años, un poco de la misma manera en la que reconstruimos los sonidos dentro de Coatlicue. Los registros existentes de los sonidos son una compilación de esos datos y sería imposible tener tantos hits con el mismo registro acústico. La otra explicación es una coincidencia, una simple y ridícula coincidencia de cuarenta millones de kilómetros y más de quinientos puntos idénticos y simétricos en los registros en las curvas de audio, una locura.
Comenzamos con las ecuaciones del insomnio y la hipótesis de la esperanza. Estábamos al borde de la locura cuando las respuestas no llegaban con los meses. Metztli se dejó caer, exhausta, frente a la computadora. Dejó de comer, dejó de dormir y yo me comencé a preocupar por su salud. Una mañana la llevé a su casa y después de abrir la puerta ella cayó al suelo desmayada de cansancio. Llamé a una ambulancia y estaba intentando explicar la emergencia cuando la miré nuevamente, de pie, frente a su computadora, arrobada por una fuerza que no entendí. Tuve que tirar el teléfono porque ella arrancó la computadora de su escritorio jalando todos los cables. Pensé que se había vuelto loca cuando fue por un desarmador y comenzó a arrancar las piezas. Creí que no se iba a detener hasta borrar toda la investigación y que era únicamente el principio. Imaginé que después secuestraría la ambulancia que venía en camino, que la usaría para destruir la entrada de cristal del museo, buscando borrar el resto de la investigación y secuestrar a Coatlicue para llevársela en la ambulancia y volver a enterrarla donde nadie pudiera resolver el misterio.
No hubiera podido detenerla si no fuera porque ella misma lo hizo después de que logró extraer la pieza que le interesaba.
—Mira —me mostró la motherboard y comenzó su diálogo agitado: —Le llamamos zócalo a la tarjeta madre, es el lugar donde ponemos los componentes y están organizados por calles que transmiten información y la organizan. Imagina que esto de aquí —señaló con su dedo un microchip— es una calzada: el socket también tiene calles para conducir la energía. Los chips son centros ceremoniales, los capacitores son deidades, las entradas de puertos de comunicación y los disipadores de calor son pirámides. Todos los componentes de computadoras comienzan a activarse con una cantidad de energía específica, una corriente alterna. Ahora piensa: ¿qué es lo que podría darle energía a algo de mayor escala?
Creí que debía decirle que se sentara, que estaba cansada y que no debía alimentar sus obsesiones.
—¿El sol? —le respondí con el pulso palpitando en mi lengua.
—Pero, ¿cómo administras la energía? ¿Un encendido y un apagado, un reset?
—Horas del día, épocas del año —pensé mejor—, equinoccios y solsticios.
—Falta algo más. Algo que lleve información y le dé instrucciones a la computadora.
En el delirio todo parecía tener más sentido, y le respondí como si fuera demasiado temprano para ser tan obvia:
—Energía acústica.
—Las vibraciones apuntando a determinadas regiones, a determinadas formas, en determinadas horas, con determinados patrones. La música, los cantos, las ceremonias, son el equivalente a las tarjetas perforadas: ritmos y silencios complejos y necesarios, no sólo para la vida cotidiana de la ciudad, sino también para activar cantidades gigantescas de información canalizadas por las constantes ceremonias. Para despertar, para anochecer, para la escuela, los bailes de regocijo, los cantos eróticos. La enseñanza musical mexica se impartía casi con rigor militar; una falla en una ejecución podía costarle la vida a alguien.
—¿No te parece que habría registro de algo así? Es decir, estás hablando de una computadora gigante.
—Lo hay, pero piensa en una computadora como la de nuestros días. ¿Cuánta gente sabe realmente cómo funcionan? La mayoría no sabemos cómo construir o crear una calculadora simple; únicamente conocemos los resultados computados. Los únicos que saben cómo programar las computadoras son los sacerdotes de nuestro mundo, chamanes extraños y técnicos, pero ellos no las pueden construir solos; requieren de toda una civilización que vuelque sus recursos para poder construirlas. Es más, vamos más lejos: imagina que ahora llega una civilización alienígena y destruye las computadoras porque las estamos usando para grabar videos de nuestros bailes de babuinos y tomarnos fotos en los baños y a nuestra comida. Para esa civilización alienígena el conocimiento es algo distinto a lo que hacemos y conocemos, y que no podemos hacer entender al invasor alienígena que las computadoras son importantes porque ellas contienen memorias, imágenes y pensamientos codificados en un lenguaje que hemos creado, que también tiene memoria de nuestra ciencia y arte. El invasor creerá que nada de eso sirve. Únicamente entendería como avanzadas y civilizadas sus propias creencias. Las computadoras no son metales preciosos, agua, ni nada práctico para el alienígena. Eso sucede también a nivel de lenguaje. Es como si le intentaras dar a Hernán Cortés un microscopio para explicarle lo que es una bacteria. Para empezar, el alienígena tendría que entender el campo semántico relacionado con la bacteria y después decirle que el microscopio es una tecnología para ver eso que él no entiende ni sabe que existe. Ninguna de las dos partes tiene los referentes lingüísticos para entender los principios que intentan explicar, mucho menos si el horizonte semántico del invasor está crucificado.
—Quizás —respondí intentando no emocionarme demasiado por una suposición que era producto de horas de café y falta de sueño—, pero hubo intérpretes y se tendieron ciertos puentes.
—A los alienígenas españoles no les interesaba entender, para ellos todo el mundo exterior era pura magia negra.
—Sigo pensando que debería haber un registro.
—¡Y lo encontramos dentro de Coatlicue! ¿El registro del sonido de Venus no te parece suficiente? Hipotéticamente, la antigua Tenochtitlan era una computadora de alimentación solar y administrada por energía acústica. La ciudad recibía información del cosmos en más de un sentido y de una manera mucho más compleja de lo que creíamos. Es más, así tiene mucho más sentido que colocaran esta gigantesca ciudad-computadora en medio de un lago para amplificar las ondas sonoras. Las mediciones, los calendarios, las visiones, los sonidos, los símbolos y los datos computados. ¡La cosmovisión! Todo era procesamiento de información. Y recibieron sonidos y señales distantes.
Ella hizo una pausa y yo hice la pregunta.
—¿Cómo vamos a comprobar eso?
Nunca la había visto titubear con golpes del árido desierto de la realidad.
—No nos van a dar presupuesto para eso. Van a pensar que estamos locas, más de lo habitual.
Ella tenía razón. Probablemente pasarían muchos años antes de que las burlas se dejaran de escuchar. Respondí de la manera más razonable y lógica:
—Tenemos que comenzar con maquetas.
Comprendí que Metztli celebraba todos los fracasos. Ella es el tipo de persona que piensa: cuando algo explota va en el camino correcto. Los éxitos no parecían entusiasmarla, aunque no teníamos demasiados. Para buscar financiamiento, disimulamos nuestra hipótesis como una exploración artística. Cuando alguien cuestionaba por qué queríamos montar tantas reproducciones exactas de Tenochtitlan, les respondíamos enérgicamente: ¡Es una metáfora del resurgimiento y la esperanza!
Creando maquetas conseguimos fondos para ampliar la investigación y hacerlas resonar con los hits reconstruidos que habíamos encontrado en los vestigios acústicos de Coatlicue. Necesitábamos recrear lo más perfectamente posible los entornos en escala para lograr grabar hits en la motherboard Tenochtitlan. El problema era que las maquetas, aunque abarcaran más de quince metros, eran muy pequeñas como para obtener un resultado, cosa que Metztli resolvió con la alegre brusquedad de un plan más ambicioso, uno que extendió con psicosis sobre nuestra mesa de trabajo. Eran unos planos recientemente renderizados, con niveles de detalle que implicaban cálculos que rayaban en la ansiedad.
—Vamos a crear la maqueta más grande que se pueda y vamos a obtener un eco o resonancia de más allá de las estrellas —me señaló un mapa que abarcaba una cuadra completa—. Saber computar es una cosa, saber interpretar información es algo muy distinto, pero reconstruir el eco es lo que debe interesarnos.
Miré el plano. Casi podía alcanzar un kilómetro.
—Es inmenso. ¿Dónde piensas poner una cosa de ese tamaño? Nadie nos va a autorizar poner eso en la ciudad, mucho menos pagar por ello.
—Lo vamos a poner sobre las casas del barrio de Santamaría la Ribera, pero a cambio vamos a dejar algo. Le planteé a la alcaldía un proyecto que garantiza el enfriamiento de viviendas y recuperación de agua de lluvia, además de una remodelación de áreas verdes en techos de las casas. Les dije que la construcción de Tenochtitlan era para proveer de cultura y techo, un lugar para pasear sin sofocarse o ahogarse aleatoriamente a merced del mediodía cuando las sequías nos agobian.
Guiñó el ojo estampando el sello de un hermoso riesgo.
Lo primero que necesitábamos era construir un lago en el momento en que las sequías y el calor ya estaban azotando las ciudades, con intensidades que nos dejaban sentir que la modernidad y el progreso sin control fueron un berrinche civilizatorio, sobre para quienes no podían darse el lujo de enfriar sus casas ni sus mentes.
Entre todas las compañeras que trabajábamos con Metztli ideamos la forma de instalar sistemas a base de conectar techos-estanque con dispositivos de enfriamiento evaporativo indirecto, con ellos lográbamos conservar y generar líquido con la condensación ambiental. Vagamos de barrio en barrio buscando quiénes se interesarían en aire acondicionado gratuito. No fue sencillo, muchos creían que era un timo y eran recelosos a la idea, pero el calor de julio fue un mejor argumento.
Para cuando encontramos suficientes vecinos interesados, se montaron plataformas y estructuras sobre sus casas, logramos hacer funcionar el sistema circulante y sustentable. Reconstruimos Tenochtitlan, que por sorpresa resultó ser óptima para disipar el calor. Todo tenía que ser exacto en el modelo: desde el Huey Teocalli, los templos de Tezcatlipoca, de los caballeros ocelote, de los guerreros águila, las residencias de los sacerdotes, Coateocalli, Tozpalatl, el Huey Tzompantli y el mercado. Cada detalle contaba.
Planeamos que la labor fuera terminada para el equinoccio de primavera del año dos mil cuarenta, pero no pudimos lograrlo. Un mes antes del equinoccio llegaron tres hombres con cascos de construcción y trajes recién planchados. Comenzaron a señalar puntos y marcarlos en los mapas. Yo estaba probando el equipo de audio y pude escuchar su conversación:
—Aquí podemos proyectar los logos y allí podemos colocar el anuncio más grande. La plataforma está diseñada para soportarlo y les aseguro que no habrá problemas con las locas del clima.
Inmediatamente le avisé a Metztli lo que intentaban hacer y ella salió disparada como un colibrí sediento. Escuché todos los gritos en todas las lenguas que ella hablaba. Tuvo que parar cuando le mostraron los documentos y las firmas impresas en una sentencia difícil de evadir. Ella rugió con el viento y regresó abatida. Convocó a una reunión con todo el equipo de investigación que la habíamos seguido hasta ese punto y nos explicó que nada se podía hacer, mostrándonos el documento que ella misma había firmado. Por error, no había leído una cláusula que permitía usar la estructura para colocar publicidad de los patrocinadores. Los nuevos planes eran una mezcla de laberintos holográficos que habían disfrazado el engaño con el nombre de “logos de patrocinio dimensionados”. Metztli creyó que eran estampillas y no anuncios de cerveza y bikinis danzando sobre el templo mayor con la estridencia de un proyecto que se elevaba quince metros con publicidad neón.
—Van a usar nuestro trabajo como el ejemplo a seguir de su “publicidad sustentable” —se colocó una mano en la frente y la otra en el pecho y se retorció. Después gritó: — ¡Ni mo yolpachojtok! (tengo el corazón aplastado) —y comenzamos a sollozar.
El golpe había sido lo suficientemente duro como para que esa misma noche miráramos con nostalgia el trabajo que se extendía en el cielo. No había tiempo para montar lo que faltaba, la intervención de la publicidad, las cajas, su corriente eléctrica, su interfaz de holograma distribuidas y su luz innecesaria arruinarían nuestros experimentos.
La luz de la luna llena cubría los detalles de la ciudad que nunca paraba de estar amenazada. Era una noche anormal, tan silenciosa que podíamos escuchar el sonido calmo del agua correr a nuestro alrededor.
Metztli se arrodilló frente al modelo a escala de Coatlicue.
—Me gustaría cantarle a solas algunas canciones a nuestra pequeña Tenochtitlan.
Comenzó a cantar con la voz dulce con el sonido del agua. Sentía que después de tanto tiempo trabajando en el proyecto, investigando sin descanso, habíamos llegado a un muro de agua donde todo se veía más claro y a la vez más difuso. Únicamente estábamos ella y yo sobre aquella representación. Cansada, le dije que necesitaba dormir un mes entero, como para recobrar fuerzas.
—Procura descansar hoy; mañana algo se nos ocurrirá. No hemos terminado.
Nadie dudaba de su tenacidad. Quizás por eso estábamos en un estado de calma melancólica. Bajé unas escaleras de caracol que servían de acceso a la plataforma. Escuché algunos cantos tristes de Metztli y después el sonido de algunos hits reconstruidos que había en mi equipo de sonido. Recuerdo haber pensado que estaría bien que Metztli jugara con la mezcladora de sonido para que pudiera relajarse. Supuse que habría esperanza si ella encontraba sosiego.
Segundos después, ese extraño eco lo invadió todo. Era un sonido monumental que impactó en mi cuerpo con algo más que un gigantesco hueso de vapor que cayó del cielo sobre el edificio y sobre mi cabeza. Era tan intenso que me derribó. Logré levantarme y pude moverme con mucha dificultad. Sonó una segunda vez como la piel de un venado estirada en el cosmos. Lo escuché en una tercera ocasión y el asombro de la calle no se hizo esperar con los ladridos de los perros y las alarmas de los coches. Tardé unos momentos para poder orientarme. La gente salía a la calle buscando respuestas y allí fue cuando sentí la urgencia de buscar a Metztli.
Subí desorientada. Lentamente, me encontré con la maqueta en un orden distinto a como la habíamos construido, y la representación de Coatlicue vibraba: era como si su materia fuera errática e inestable, hecha de miles de picos de resonancias coloridas, y no tenía forma de saber si la visión era producto de mi propio mareo. En el lugar donde se suponía que debía estar Metztli, escuché chirridos. Me acerqué y entre la ropa de Metztli emergió un quetzal, muy verde y a la vez muy rojo. Me miró y comenzó a cantar. Las palabras no salían de mi pecho. El quetzal cantó y yo me quedé paralizada cuando vi las escamas debajo de su plumaje. Después escuché otro sonido, un cuarto golpe, y miré un relámpago parecido a una greca en el cielo. Recuerdo que antes de desmayarme sentí que algo me estaba escuchando, como el vestigio de un sonido antiguo. No lo sé, no pude estar más tiempo consciente.
Eso es lo que vi y escuché, lo juro.
—Pues usted es la última persona que la vio con vida y ya lleva más de tres meses desaparecida. No entendemos qué puede aportar esta “historia” para encontrarla.
—Es lo que intento explicarles. ¡Puf! Ustedes son unos hijos de Hernán Cortés; no me escuchan, y si no comienzan a hacerlo no vamos a llegar a ningún lado. Esto es un laberinto, un diálogo con una singularidad. Ok, ya sé cómo suena. Entiendan que es más que una suposición. Necesito volver a tener acceso a la pequeña Tenochtitlan y a mi equipo de audio. Estoy segura de que esto tiene que ver con Coatlicue y está vinculado con el planeta Venus. Puedo escucharla a las cuatro de la mañana. Justo a esa hora es más nítida, pero aún no sé exactamente la combinación de variables o sonidos que Metztli logró esa noche. Ahora bien, he solicitado mediciones a diferentes agencias y hay misiones que están ahora en Venus. Coincidimos en que están “escuchando” otras singularidades desde que ella está “allá”, por decirlo de alguna manera… Bueno, no puedo asegurar eso. Lo que hay que hacer es… —miro en mis interlocutores su realidad gastada y lo poco que entienden es el ruido confuso en el que se han convertido sus pensamientos—. ¿Saben qué? No tengo por qué perder el tiempo con ustedes. Ella encontrará el sonido y todos la vamos a escuchar.
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