Nadie me detuvo cuando alcancé la puerta. Creí ver lágrimas sobre las mejillas de Clara. Pero fue una jugarreta de mis implantes visuales, porque en realidad estaba acomodada sobre una alfombra de juguetes, con la vista clavada en el suelo como si fuese lo más extraordinario del mundo. Nunca entendí por qué necesitaba tantos. En menos de un año la mitad terminaba en la basura y aparecían nuevas figuras, videojuegos, mascotas clonadas o con esqueleto animatrónico revestidas de piel sintética con las cuales renovar su entretenimiento.
Lando tampoco preguntó por qué me marchaba. En cuanto me vio usar mi mejor holograma, el del vestido de plata con ribetes naranja neón, activó el COrtx y sus ojos se velaron, perdidos entre las maravillas de la Gran Red. No tuve tiempo de confirmar que lo hacía para no enfermar de tristeza, de desesperación.
Estoy segura de que todos en la casa esperaban mi partida gracias a alguna notificación recibida por la compañía. Pero los humanos nunca parecen estar preparados para enfrentar las ausencias. Yo misma era un símbolo del vacío.
No usé la nave de la familia. Caminé tanto como nunca lo había hecho desde que llegara a la casa y Lando me dijera que era su esposa, la madre de Clara, y mi programación reaccionó a la grabación de voz de una mujer inexistente, pálido reflejo de alguien que, alguna vez, usó los mismos hologramas de vestidos y zapatos, peinados, o algo tan simple como muletillas y sonrisas exactas. Yo era un poco de falso amor enlatado que ofrecía una pizca de consuelo.
Sin embargo, al despertar esa mañana todo parecía ajeno. Era una ginoide de compañía que emulaba a una humana. Después de convivir diez años con Lando y Clara, un código pulsaba en lo profundo de mi programación. Me empujaba lejos, se sobreponía a las aplicaciones que me indicaban quedarme en casa, junto a mi querida hija y su desfile interminable de juguetes. Pero ya no controlaba ninguna de mis acciones o simulaciones de la psiquis humana, como si hubiese sufrido una restauración a los valores de fábrica.
Llegué al puerto espacial con parches de glitches en el vestido. Los zapatos habían desaparecido y mostraban toscas protecciones metálicas. No prestaba atención a mantener la imagen correcta que me ayudaba a no diferenciarme de otros humanos. Me ignoraron al llegar a la bahía 22. No me exigieron recibo de pago de pasaje, como tampoco permiso de Lando para hacer uso de libre albedrío. El espacio era mío, o de la compañía que me fabricara.
Me esperaba una cápsula esférica, metálica, sin posibilidad de atisbar al exterior, sin pintura, como si un día cualquiera hubiese brotado del suelo y siempre hubiera estado encallada en las sujeciones, oxidándose para mí. Estaba abierta. La abordé, y mi cuerpo formó parte del asiento enjuto. Mi sistema enlazó con el de la nave y el panel de control se encendió. Cerré los ojos y sentí el leve tirón de la expulsión de la cápsula hacia el cosmos. Viajaba a algún lugar del universo. O quizás simplemente vagaba sin rumbo, perdida, como me sentí ese día al reiniciarme junto a Lando, en nuestra cama.
El golpe brusco me sacó del estado de hibernación. La cápsula había aterrizado y estaba abierta. Despacio, abandoné el asiento y salí al exterior. Estaba en un vertedero, un cementerio de robots. Por doquier asomaban partes y piezas, amontonadas sin orden ni concierto. Algunas sin mácula, parecían moverse en cualquier parpadeo y revelar constructos funcionales, otras desgastadas, sin posibilidad de recuperar el esplendor, ni siquiera en manos de un artesano imaginativo.
Identifiqué figuras amorfas, gigantescas, que rebuscaban entre los desechos. Arrancaban cuerpos completos, espinas dorsales, cabezas, brazos, piernas, torsos, núcleos de energía, sintetizadores, implantes. Los observaban unos minutos con ojos de luz y se los echaban a la espalda, los alojaban en sus barrigas abiertas como bocas grotescas, o los lanzaban a un lado con desdén. La cápsula se selló y, como si se tratase de un ser biológico, se apagó para siempre con un suspiro de sus turbinas.
—Dime, linda, ¿por qué estás aquí, si todavía pareces nueva?
No sufrí sobresaltos, ni temor a lo desconocido. De alguna forma, el código de fábrica desactivó las reacciones que simularan malestar. La ginoide que me observaba estaba agazapada sobre una silla confeccionada por un amasijo de cuerpos enteros, como si un grupo de robots se hubiera abrazado para adorarla hasta que perdieron la chispa de sus núcleos. No respondí, así que ella se bajó del mueble para acercarse con andar equilibrado. Descifré su número de serie. Una ginoide de glamour, fabricada para revolucionar pasarelas estelares.
—Aquí solo vienen los que ellos determinan que ya no son útiles. Yo, por ejemplo, solo quería hacer algo diferente. Quería hacer arte. Estaba cansada de desfilar todo el tiempo. Me cansé de acostarme en la cama y esperar a que los humanos hicieran algo. Y esa noche, quería besar al chico lindo, por supuesto. Después de un desfile, mi humano me autorizó a pasar la noche con el muchacho por una buena cantidad de créditos— ilustró la ginoide—. Pero cuando me estaba desvistiendo, recordé que era un buen momento para el arte, y le clavé un tacón de aguja en la garganta al niño lindo. Lo dejé colgado en la pared. ¡Lo encontré más hermoso así! Lamentablemente, mi humano no apreció eso y dijo que mi programación falló. Dijeron que era demasiado peligrosa. ¿Puedes creerlo? Solo quería tener una habitación llena de fanáticos hermosos clavados a las paredes por el cuello. Y cada vez que un humano sintiera curiosidad por mi habitación, también haría arte con ellos. ¡Así es como construí mi silla aquí! Es absolutamente original.
La ginoide hizo un gesto lánguido hacia su asiento de cuerpos robóticos entrelazados. Todos tenían agujeros en el pecho. Sus núcleos habían sido robados. Mi programación para mantener la calma comenzó a descontrolarse, porque sentí miedo. La simulación del miedo. ¿O era real?
—Pero no, mi humano me envió aquí. ¡Peligrosa, peligrosa! No supo apreciar mi arte… Me gustaría volver para enseñárselo —explicó la ginoide con disgusto—. Entonces, cariño, ¿qué hiciste que los molestó?
—No comprendo. ¿A qué te refieres?
—Sofisticada, la damita, ¿o juegas conmigo? —se burló la ginoide. Poco le quedaba de piel sintética. La mitad derecha del rostro dejaba entrever un armazón metálico. No contaba con mallas de músculos ni cableado de conexión, por lo que su implante visual estaba blanquecino, apagado—. Eres de compañía, muñequita de lujo, ¿eh? Estás tranquila. Qué raro. Los de tu serie se desesperan cuando llegan aquí, no entienden qué sucedió, por qué sus humanos les activan el código de apagado para que busquen la cápsula… No entienden por qué los hicieron a un lado si ellos eran fieles...
—Lando no activó nada. Me inicié con deseos de irme de casa, de ir a la bahía 22.
La ginoide silbó de asombro. Un sonido apagado, aire entre dientes de plástico, porque había perdido la mitad de los labios sintéticos.
—Qué bonito. —Arrastró las palabras, ladeó la cabeza. En su momento de esplendor, debió tener una melena pelirroja absolutamente hermosa. Ahora solo tenía un manojo de cabello apelmazado por aceite—. Eres de la serie de tiempo limitado, ¡pura mercancía de la sociedad de consumo! Te programan para que tú misma sepas cuándo llegó el final de tu supuesta vida útil y los obligues a conseguirse otra nueva. Te clasificas como inservible y vienes aquí, sin ofrecer resistencia. Qué lástima. Pareces funcional.
—Llevas aquí mucho tiempo, ¿qué es este lugar?
—¿No es obvio? —la ginoide se acercó, confidencial. Su ojo ciego giró sin control en la cuenca—. Un cementerio de robots, como el mito del cementerio de elefantes. Dicen que, al estar enfermos o viejos, se retiraban a morir a un lugar, casi siempre, cerca de algún embalse de agua. Dicen que los elefantes regresaban al cementerio para realizar vigilia por sus muertos. Aquí sucede casi igual… vienen los chatarreros, negociantes del mercado negro, artistas… no hacen vigilias, no, ¿a qué humano le importa llorarnos? Aquí rescatan a los que todavía pueden servir para algo, como los cazadores que buscan el paraíso del cementerio de elefantes solo por sus cuernos de marfil. A ti te llevarán, sin dudas. No seas egoísta, cariño. Podemos irnos de aquí juntas. ¡Mi arte, tu figura intacta! ¡Seremos elegidas! ¡Déjame transferirme a tu cuerpo!
La ginoide se lanzó sobre mí con un grito salvaje. Encajó las manos en mi pecho y obtuve una notificación de violación de protocolo. La sostuve por los codos y, antes de que lograra invadir del todo mi programación, me la arranqué de encima. Ella volvió a atacarme con una lluvia de golpes. Quería llegar a mi núcleo, a mi sistema central y descargarme su programación. Yo levantaba los firewalls y rechazaba cada paquete de bits invasivo que me llegaba por diferentes puertos.
Perdimos el equilibrio y rodamos sobre la manta de piezas erizadas. Ella aullaba, no quería hacerme daño porque me necesitaba en buenas condiciones. Si me destruía, ella no iba a volver con su humano y enseñarle el arte de clavarle un tacón de aguja en el cuello. No iba a volver a las pasarelas, a agitar su/mi melena, a llevar los vestidos holográficos que provocarían una revolución en varios cuadrantes.
Mientras forcejeaba, un código de supervivencia se activó. O quizás se trataba de un virus recién instalado, inyectado cada vez que mi espalda rebotaba contra los despojos de otros que se apagaron antes que yo. O quizás la ginoide de pasarela había logrado alcanzarme. Dictaba sentencias, borraba las líneas que me llevaron dócil al cementerio. Reescribía, al fin, lo que resultaba correcto: tomé propias las sentencias que dictaban amar a Lando y Clara. Deseaba gritar que no estaba rota, que no tenía ninguna falla que me convirtiera en algo peligroso. Mi lugar no era allí, oxidándome junto a robots vencidos, sino junto a mi familia humana. Junto a mi niña que había llorado mi partida y yo ni siquiera pude detenerme a besarle la frente.
El impacto de algo enorme levantó una marejada de piezas rotas. Nos lanzó contra una montaña cercana. Sentí cómo las puntas afiladas de cientos de esqueletos metálicos se clavaban en mi cuerpo. Los sensores de dolor me enviaron tantas alertas que, por un instante, mi sistema entró en hibernación, plena simulación de un shock humano.
Cuando me reinicié, estaba empalada en la mano de un robot recogedor de basura. Me costó desprenderme, porque presentaba malfunciones. Los dedos se torcían de un lado a otro en posturas para las que no estaban construidos, la cabeza me giraba cuando menos lo necesitaba y mis piernas se doblaban bajo mi peso. La ginoide de glamour colgaba de los restos de una excavadora. De su cuerpo deshecho saltaban chispas ocasionales. Con el diagnóstico de mi sistema, detecté que su núcleo estaba en hibernación.
Pensé que el impacto lo había causado otra cápsula que traía a otro robot en desuso, como nosotras, como todos los que poblábamos el cementerio de elefantes. Que tendría que explicarle lo mismo. Que, si estaba en mejores condiciones, mi código se descontrolaría al punto de querer robarle el cuerpo para tener otra oportunidad.
Sin embargo, era una nave de carga de vuelo rápido. Solían transportar piezas para las estaciones orbitales. Tal vez pasó por el cementerio para abastecerse de repuestos. Me acerqué, renqueante. Examiné la carcasa. Estaba abollada por el impacto, pero todavía era capaz de resistir las condiciones adversas del espacio. Me conecté al vehículo y lo abrí.
Me asomé en la cabina. En el asiento yacía una piloto derrumbada sobre los paneles de control. Una lámina de metal le había cercenado el brazo izquierdo. Perdía demasiada sangre. Su implante COrtx estaba intacto, no así su cerebro, inducido a un coma con la intención de conservar un rezago de energía que le permitiera sobrevivir hasta que fuera atendida. Los sistemas de la nave revelaban carga baja de combustible y un registro de señales confusas que interfirieron con las comunicaciones, inutilizaron los instrumentos de navegación y provocaron el aterrizaje forzoso. Todo apuntaba a que, desde el cementerio, los robots funcionales intentaban atrapar cualquier vehículo que volara cerca y supusiera una salida. Los causantes del accidente estarían allí en cuestión de minutos para reclamar la nave.
De la cadera de la piloto, pendía una pistola de plasma.
Horas después, abandonaba el cementerio de elefantes. Me resultaba extraño realizar tareas para las que no fui programada. Usar un arma letal, atacar a mis semejantes hasta que quedaran destrozados en pequeños pedazos de metal inservibles, vestir piel y huesos. Era más frágil, diferente a mi esqueleto metálico. Necesitaba más precisión para moverme o podría destruir mi nuevo cuerpo. Usé el núcleo de la ginoide de glamour para alimentar el panel de control y subir la carga energética. Era lo único que podía hacer para sacarla del cementerio, tal y como deseaba.
Mientras devoraba pársecs de distancia, observé mi mano izquierda, lo único que implanté de mi antiguo cuerpo entre el amasijo de carne para cubrir la herida y evitar más pérdida de sangre. Flexioné los dedos, alzados contra la negrura del cosmos. Temía que de un momento a otro la piloto despertara del coma y me borrara del COrtx.
Al menos esperaba tener tiempo para abrazar a Clara por última vez. Y, también, reprimir el deseo de hacer arte si encontraba a otra ginoide como yo, una representación del vacío de la ausencia en mi casa. Porque descubrí que era muy buena con la pistola de plasma.
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