El problema no fue el trabajo, mamita linda. Tú bien sabes cómo me puse cuando, después de dos meses sin noticias, sonó el teléfono y aquella voz —que parecía la de un ángel del Señor— anunció: “Estimado licenciado Rodríguez, ha sido usted seleccionado para ocupar el cargo.” Hasta la fecha no sé bien qué me gustó más —que me hubieran contratado, o que al fin alguien me hablara de usted— pero bien has de recordar el grito que pegué apenas colgaron del otro lado de la línea, el susto que te metí porque pensaste que se nos había muerto alguien, y el largo abrazo que siguió en la cocina mientras te daba las buenas nuevas. Ese día todo me supo a gloria y hasta te pedí doble porción.
No, mamita linda. El problema tampoco fue la ciudad. No te niego que es fea, fea con ganas, y que la gente aquí parece que vive solo porque la alternativa es morirse. En las mañanas el tráfico le tapa las arterias, y en las noches abundan las llamadas de emergencia y los alaridos de las patrullas. Hay veces que el aire sabe a plástico y no se pueden ver los cerros; me dicen que es por tanto coche, por tantos citadinos que quieren estrenar un nuevo motor incluso si eso hace que el cielo se tiña de café. Me gustaría decirte que la lluvia ayuda a limpiar un poco, pero en las noticias dicen que es ácida y de eso no quiero saber más. Con razón te fuiste de aquí.
Y antes de que siquiera lo pienses, el problema tampoco fue el trabajo. Sí, paga poco y hay días en los que es más aburrido que ver secarse la ropa, pero es lo que hay. Todavía no me dejan llevar mis propios asuntos y mucho menos soy socio del despacho, pero estoy aprendiendo. Cuando menos saldré de aquí con suficiente experiencia para arreglármelas yo solo. Bien dice mi papá que la adversidad forma carácter, y créeme que aquí me van a dar carácter de sobra: entre tantos gritos, pleitos y dramas, he aprendido cuándo debo asumir culpas que no son mías y agacharme para que no me corten la cabeza.
El problema, mamá, fue el fantasma. Cuando vi el anuncio en internet —“se renta departamento”— no lo pensé dos veces: el lugar quedaba a veinte minutos del despacho, y la renta era sorprendentemente barata para la zona. Tampoco tenía muchas otras opciones, porque no me sobraba el dinero y necesitaba desesperadamente un lugar donde quedarme, así que llamé al número del anuncio. La arrendadora era una mujer bajita, ceñuda y algo antipática; me recibió ese mismo día para enseñarme el departamento.
“Te pido dos meses de renta por adelantado para el depósito,” me dijo muy seria. “No se permiten fiestas, mascotas, furcias, fumar o hacer home office. Ah, y el otro cuarto está embrujado.”
Aquella sorpresa me molestó: no tengo nada en contra de los fantasmas, zombis, vampiros u otros no-muertos, pero ciertamente habría sido mejor que en el anuncio se dijera claramente que debía compartir el departamento. En fin, no quise ser grosero y, tras pensarlo un poco, decidí que tener por roomie a un ente sobrenatural no sería tan malo; cuando menos eso me abarataba la renta.
Firmé el contrato, pagué el depósito y pronto estuve a solas en mi nueva residencia. Dediqué aquella primera tarde a absorberlo todo: a pesar de lo vieja que era esa parte de la ciudad, el edificio y mi departamento estaban muy bien conservados. Las paredes, aunque eran de hormigón desnudo, tenían algún tipo de encanto en su austeridad; bastaría algún cuadro o algunas plantas en macetas para hacerlas sentir verdaderamente hogareñas. Los muebles eran también muy viejos y estaban gastados por lo que sin duda habrían sido usados por generaciones de inquilinos, mas no parecía que fueran a romperse; el sillón de la sala rechinaba un poco cuando me sentaba y la mesa del comedor tenía algunos rayones y manchas de café, pero nada de aquello me molestaba particularmente.
El único detalle que me preocupaba —el cual de alguna manera no advertí mientras me mostraban el departamento— era una mancha verde adherida a la pared del baño compartido. Al principio pensé que era moho, pero tras tallarla con fuerza me di cuenta de que no se trataba de un hongo invasor, sino de una sustancia extraña, viscosa y que rápidamente se evaporaba cuando la separaba de la pared. Entendí rápidamente qué era aquella cosa y, muy indignado, decidí hablar con el fantasma apenas este se apareciera en el departamento: si íbamos a llevarnos bien, habría que acordar algunas reglas, como no dejar ectoplasma u otros residuos paranormales en el baño.
Por la noche, el fantasma retornó al fin de donde quiera que hubiera estado durante el día. Me di cuenta porque, de pronto, arreció un frío que no se desvanecía a pesar de que había encendido la calefacción. Las puertas del departamento temblaron como si un aire violento las hubiera azotado; los cristales de la ventana se empañaron y en ellos aparecieron huellas de manos humanas. El espectro sin duda estaba presentándose, así que hice lo propio y me presenté como el nuevo inquilino.
No tuve que mencionar la mancha de ectoplasma en el baño; él mismo se disculpó y me explicó —escribiendo en el vidrio empañado— que la dueña tampoco le había hecho saber que había rentado el lugar nuevamente, por lo que no le había dado tiempo de limpiar. Acepté sus disculpas y me comprometí a mantener el espacio igualmente limpio; me interesaba ser un buen compañero de departamento incluso si él no tenía necesidad corpórea alguna.
Debo admitir que cualquier reserva que hubiera tenido sobre mi descarnado co-habitante se desvaneció rápidamente durante aquella primera noche, y pronto estuve sentado con una taza de chocolate caliente, conversando con el espectro a través de nuestro medio de comunicación improvisado. De ese modo aprendí que su nombre era Gregorio Sigüenza, que llevaba cincuenta años muerto y que en vida fue miembro de la Liga Comunista 23 de Septiembre. Era uno de los encargados de imprimir y distribuir los folletos y periódicos de la organización, y en ocasiones le tocaba también esconder las armas que la Liga juntaba para enfrentarse al ejército y al gobierno.
No tuvo empacho en contarme cómo había muerto; para nosotros los vivos, la muerte es un tema sensible que no se discute a la ligera, pero para un muerto es tan simple como hablar del clima. Me explicó que una noche, mientras regresaba de una reunión clandestina con posibles reclutas, un coche negro lo siguió. Bajaron tres sujetos enmascarados y, a punta de golpes, lo llevaron vendado de ojos a un lugar donde lo torturaron para que diera los nombres de sus compañeros. Como no les dijo nada —aunque él sospecha que poco hubiese importado si hablaba— le metieron dos disparos en la cabeza y tiraron su cuerpo al mar para no dejar evidencia. Por eso jamás se supo quiénes lo mataron y, como no recibió ni recibirá nunca justicia, debe ahora permanecer en perpetua vigilia hasta el fin de los tiempos. “Así es el pinche gobierno,” puntualizó.
A partir de entonces, Gregorio y yo llevamos una convivencia mayormente amena. Creo que esto se debió, en gran medida, a nuestro primer encuentro amistoso, pero también a que tengo el sueño muy pesado y él limitaba siempre sus sustos a las áreas comunes y al cuarto en el que habitaba. Nunca llegó a despertarme el ruido que hacía con su actividad paranormal.
Alguna vez llegamos a tener desacuerdos y conflictos, claro, como aquella ocasión en la que —después de una larga noche de beber y fumar— regresé a casa con una mujer a la cual Gregorio asustó al aparecerse en el reflejo del baño. También a veces me despertaba en la madrugada con ganas de tomar un poco de agua y, olvidando la presencia de Gregorio, me llevaba un buen susto al ver cómo los platos y trastes se movían solos en la cocina. Fuera de estos incidentes, compartir el departamento no estaba tan mal. Después de todo, aquellas ocasiones en las que nuestros horarios coincidían la pasábamos bastante bien: conversábamos, veíamos televisión, e incluso compartíamos tiempo juntos mientras yo cocinaba.
Gregorio me explicó que, aunque no tenía los mismos sentidos y necesidades que un ser humano vivo, seguía disfrutando del vapor aromatizado que escapa de una taza de café bien caliente, el olor de la comida y de las flores. Me pidió amablemente que en Día de Muertos lo pusiera en mi ofrenda para que pudiera degustar algunas de las delicias que se les preparaba a los difuntos; le prometí que así lo haría.
Con todo esto, mamá, debes estarte preguntando por qué mencioné que el problema fue el fantasma, y ahora te lo explicaré: Gregorio jamás me causó molestias graves ni ningún deseo de mudarme. El problema llegó con el otro fantasma, un malnacido de nombre Stephan.
Tras casi ocho meses de convivencia, Gregorio y yo nos habíamos ajustado perfectamente a la rutina y hábitos del otro. Teníamos bastante tiempo sin disgustos, e incluso les había presentado el espectro a mis amigos vivos, a quienes les pareció que era encantador. Pero todo lo bueno llega a su fin, y nuestra preciada tranquilidad terminó con un ominoso llamado a la puerta. Cuando me asomé por la mirilla y vi tan solo a la dueña del departamento con los brazos cruzados, intuí que algo andaba mal. Esto lo confirmé incluso antes de que la vieja hablara: en cuanto toqué la perilla de la puerta, esta me heló hasta los huesos con un frío antinatural.
“Hoy se muda un nuevo inquilino,” espetó la vieja, malhumorada como si subir a avisarnos le hubiera sido un esfuerzo inmenso.
“¿Qué?” Balbuceé con incredulidad, a nada estuve de sacar el contrato de arrendamiento y —como buen abogado— señalarle a la arpía la flagrante falta a nuestro acuerdo que aquel anuncio representaba. Sin embargo, la vieja no me dio tiempo de hacer uso de mis capacidades argumentales. Sacó un papel arrugado y me lo entregó.
“Tendrán un nuevo fantasma en el departamento,” dijo como si aquello de alguna manera mejorara la noticia, y se fue sin más.
Me quedé pasmado ante la puerta abierta. Extendí aquel papelucho que me había entregado y leí: Stephan Hill, Professional Ghost.
“Fantasma profesional.” Así que ahora ser un muerto era un oficio, una profesión. Era gringo el tipo, para colmo.
En la noche, Gregorio y yo discutimos la situación y coincidimos en que no nos quedaba de otra más que aceptar al nuevo inquilino. Por un lado, mi contrato de arrendamiento no tenía restricción alguna que impidiera a la dueña abrirle las puertas a otro ente sobrenatural; ella estaba completamente en su derecho de permitirle a otro fantasma asustar en el departamento.
Además, ni Gregorio ni yo teníamos otro lugar a donde ir. Yo no tenía suficiente dinero para pagarme algún sitio de esta calidad en el centro de la ciudad; era la presencia del fantasma lo que me abarataba la renta. A Gregorio, por su parte, mudarse le suponía un problema mucho más complicado: según me explicó él, un fantasma no puede salir del lugar donde se ha instalado a menos que lo exorcicen, pero incluso si yo conseguía a alguien que arrancara su forma espectral de nuestro departamento, volver a encontrar otra casa que embrujar no sería fácil.
“Cada vez hay más fantasmas en la ciudad,” me dijo. “Puedo sentirlos allá afuera, pululando en penitencia. Llegan y llegan de todos lados del país, buscando un lugar donde puedan ser vistos, donde no los ignoren, donde sean más que solo nombres y rostros en un anuncio de ¿Has visto a esta persona? Es por la guerra contra el narco: con tanto muerto y desaparecido, no hay sitio en dónde meter tanto espanto errante.”
Entendí, pues, que Gregorio no podía irse sin más. Para él, salirse del departamento significaría vagar eternamente por las calles, convertido en la más miserable de las criaturas ectoplásmicas: un alma en pena. En ese estado, se iría deteriorando conforme menos personas pudieran verlo, perdiéndose a sí mismo en la incesante marcha de los años, olvidado por todos hasta convertirse en poco más que un rumor cuyo eco mudo sería rápidamente devorado por el estruendo de la metrópolis.
Me quedó todo claro. Como yo no tenía opciones en ese momento y tampoco quería abandonar a mi amigo a su suerte, decidí quedarme y tratar de llevarme bien con el nuevo fantasma. A fin de cuentas, ya había hecho esto una vez. ¿Qué tan difícil podría ser lidiar con otro de ellos?
Tal como dijo la vieja, Stephan llegó esa misma noche, pasadas las doce. Inmediatamente me di cuenta de que su presencia nos resultaría un auténtico infierno. Lo primero que hizo aquel fantasma gringo fue causar una perturbación electromagnética tan fuerte que varios focos estallaron en un fogonazo cegador. El refrigerador y el horno de microondas chisporrotearon con agonía, y el televisor emitió un chillido estridente que permaneció en mis oídos por casi una hora. Varias figuras macabras aparecieron en los vidrios empañados por el frío sobrenatural, dejando claro que el nuevo inquilino se tomaba muy en serio su labor de "fantasma profesional".
Tras esta hórrida demostración, me presenté con Stephan como antes había hecho con Gregorio, pero no obtuve respuesta. Unos cuantos minutos después, en la ventana apareció un mensaje de mi amigo que confirmaba lo que yo ya me temía: “Este güey no entiende español.”
Maravilloso. Simplemente maravilloso. No solo estábamos obligados a convivir con un ente que no dudaría en dejar el departamento inhabitable, sino que además el tipo no sabía —o no quería— hablar nuestro idioma. Tal parece que ni muerto había tenido el tiempo de aprender algo nuevo.
Para no parecer xenófobo, decidí tratar de ser tolerante con Stephan. Desde niño he sabido hablar inglés, aunque mi pronunciación no es siempre la mejor, así que repetí mi presentación en la lengua del fantasma gringo. Aproveché también para comunicarle que Gregorio y yo preferiríamos que sus actividades paranormales no atentaran contra la integridad del departamento, y que sería mejor si se coordinaban para embrujar el lugar en horarios fijos y así no quitarnos el sueño a mí o a los vecinos.
Pero no obtuve respuesta. Pregunté a Gregorio qué ocurría porque él, siendo un fantasma, podía ver sin problema alguno a su colega extranjero. Su respuesta no me gustó en lo más mínimo: “Se está riendo.”
A partir de esa noche, quedó claro que Stephan era un espíritu del caos, una alimaña sacada de las fauces del mismísimo averno: un poltergeist, como él mismo nos dijo orgullosamente. “Qué mamón,” dijo Gregorio. “Tanta elegancia nomás para decir que le gusta estar jodiendo.”
Ojalá se hubiera limitado a joder. La actividad paranormal de Stephan, lejos de ser meramente irritante, rápidamente se volvió genuinamente peligrosa. Para mi disgusto, descubrí que sus habilidades eran mucho más fuertes y afinadas que las de Gregorio, cosa que el gringo adoraba presumir.
Una noche, mientras me bañaba, Stephan apareció de cuerpo completo —cadavéricamente pálido y con los ojos desorbitados— en la puerta de la ducha. El susto me hizo resbalar y casi me rompo la cabeza. En otra ocasión hizo sangrar las paredes y tuve que restregarlas durante toda la noche antes de que la peste atrajera ratas u otros animales rastreros. Cuando Gregorio y yo tratábamos de ver la televisión, el gringo manipulaba la señal y nos mostraba visiones espantosas y grotescas para después causar un corto circuito que hacía sonar la alarma de incendios.
Por más que Gregorio y yo tratamos de hacerle entender que la convivencia no era posible si él no cooperaba, Stephan no hizo caso y siguió causando caos a todas horas. Nuestros amigos vivos dejaron de visitar el departamento, pues Stephan se ensañaba con ellos y hacía que les brotaran arañas de la ropa y que su comida se llenara de gusanos. También les escribía mensajes amenazadores en las paredes y en las ventanas, haciéndoles temer por su vida si se quedaban mucho tiempo en nuestro hogar. Poco a poco nos fuimos quedando solos.
Cada vez que lo confrontábamos —me explicaba Gregorio— el gringo se encogía de hombros y, en una rota y burlona imitación de español, le expresaba a su colega mexicano que él simplemente estaba haciendo su trabajo. No era su culpa que Gregorio no supiera ser professional.
Aquello me hizo enojar. Gregorio no sería el fantasma más caótico o aterrador que hubiera, pero eso no significaba de ninguna manera que fuera un espectro de menor categoría que el gringo. Así se lo hice saber, y le confié que estaba pensando en traer un exorcista para deshacernos de Stephan. Gregorio me agradeció mi solidaridad, mas no aceptó mi plan para desalojar al poltergeist: un exorcismo, me dijo, expulsaría a toda entidad sobrenatural que habitara el departamento. No solamente Stephan tendría que irse, sino que Gregorio también se vería arrojado a la calle.
“He estado aquí desde antes de que construyeran el edificio,” me confesó. “Me mataron aquí cuando todo esto era apenas una obra en construcción. No conozco otro lugar.”
En ese momento sentí mucha pena por Gregorio. Entendí que, aunque murió muy joven, en esta época era ya un viejo que no sabía cómo adaptarse al cambio, una reliquia de tiempos pasados que se iba desvaneciendo conforme nuevas generaciones lo desplazaban. Ya a nadie le importaba quién había sido él en vida; su existencia era un obstáculo, una piedra en la inmisericorde marcha del progreso, como muy pronto nos daríamos cuenta.
Nuevamente sin opciones, nos resignamos a tratar de mitigar el caos de Stephan para que este no convirtiera el departamento en un pandemonio. Gracias a Gregorio —quien desde el plano astral se encargaba de anticipar y frustrar las ocurrencias del gringo— logramos tener unas cuantas semanas de relativa tranquilidad.
La noche del dos de noviembre, Día de Muertos, Gregorio y yo permanecimos vigilantes en la sala, cuidando la ofrenda para que a Stephan no se le ocurriera apropiársela. Se sabe que un muerto no puede tocar lo que hay en el altar si no se le ha incluido en este, pero no quise arriesgarme. Las costumbres de los muertos gringos son distintas a las nuestras —no había manera de saber qué sucedería si dejábamos la ofrenda a solas. De cualquier manera, la única foto de Gregorio que logré conseguir —la de desaparecido— bastaba para que mi amigo pudiera gozar de aquellos alimentos, así que opté por darle algo de privacidad mientras yo descansaba un poco.
Nos interrumpió un golpeteo en la puerta; más malas noticias, sin duda. Cuando abrí, la dueña del departamento estaba acompañada de dos sujetos más blancos que un ajolote, vestidos con chanclas y camisetas con cuello en uve que dejaban asomar unos cuantos pelos descoloridos. Uno de ellos, un tipejo con rastas rubias y piercings en las orejas, echó un vistazo al departamento y a la ofrenda de Día de Muertos antes de que yo pudiera oponerme.
“Oh, so beautiful!” Expresó el tipo en inglés. “Very traditional. Very authentic.”
“And you said it’s definitely haunted, right?” Dijo el otro, adentrándose en mi hogar y haciendo caso omiso de mis protestas. “Two ghosts! And one of them is American? It’s definitely what we’re looking for!”
Miré atónito a la dueña del departamento. Me llevó aparte y dijo:
“Vas a tener que mudarte, porque no voy a renovar tu contrato. De ahora en adelante este departamento va a ser para turistas. Airbnb, creo que lo llaman ellos. Te estoy avisando con un mes de anticipación, como acordamos, para que tengas tiempo de recoger tus cosas y salirte.”
“¿Turistas?” Pregunté molesto. “¿Qué demonios van a querer los turistas con un edificio tan viejo como este?” Pero yo sabía ya, en el fondo, la respuesta.
“Vienen por los fantasmas,” me dijo la vieja sin tapujos. “En su país se volvieron muy populares los shows de cazadores de fantasmas, las exploraciones urbanas y los hoteles embrujados. Para eso voy a usar el departamento, para hacer negocio con estos dos.”
La vieja dejó a los gringos andar a sus anchas. Los dos sujetos reían y chillaban como niñas de preparatoria cada vez que percibían “actividad paranormal” incluso sin que Gregorio ni Stephan hubieran hecho algo. Satisfechos, estrecharon la mano de la dueña y se retiraron con ella, hablando sin parar sobre cuánto iban a cobrar y cómo promocionarían el lugar.
“No nos vieron,” lamentó Gregorio un poco después. “No nos vieron, aunque estábamos.”
“Pero te verán,” le dije. “Te verán cuando vengan los demás, cuando este lugar se llene de güeros obsesionados con lo sobrenatural. Algo es algo, ¿No?”
No. No es suficiente. Gregorio fue comunista toda su vida, y lo ha sido toda su muerte. ¿Qué condena más horrible habría para él que acabar convertido en un espectáculo, en un negocio para empresarios avaros y turistas morbosos? Él no quiere pasar su eternidad así, percibido solo como un objeto de lujo, como un eco cuya historia y nombre serán solo un dato curioso para entretener por un rato a los inquilinos. Stephan tal vez disfrutaría de eso —a fin de cuentas, le encanta ser el centro de atención— pero mi amigo no es un fantasma de carnaval, ni una atracción turística.
Por eso, mamá, te escribo esto. Al final tendré que mudarme de departamento en unas semanas más. Después de buscar un rato, he encontrado un lugar que, aunque está mucho más lejos del trabajo —una hora en transporte público— es bastante accesible para mi presupuesto y me gusta lo suficiente para no quejarme.
En cuanto a Gregorio, me gustaría pedirte un gran favor. ¿Recuerdas que dijiste que convertirías mi antiguo cuarto en una habitación para huéspedes? Pregúntale a mi papá si él y tú estarían de acuerdo con tener un fantasma en la casa, al menos por el futuro próximo. No sé cuánto cobre un exorcista y tengo que apurarme a sacar a Gregorio de aquí. Les prometo que no causará problemas; si acaso dejará alguna mancha de ectoplasma en la pared solo para que ustedes sepan que sigue ahí.
Emilio Sánchez Toscano nació y se crio en Tijuana, Baja California, ciudad con la que mantiene una relación tempestuosa como todo vampiro fronterizo. Ha escrito y publicado más de 100 cuentos bajo el pseudónimo Din-Bidor en los sitios de ficción colaborativa The SCP Foundation y The Wanderers’ Library. Actualmente reside en Ciudad de México, su purgatorio personal. En sus ratos libres es abogado.
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