Por el ovalado cristal del Airbus A330-101 de Tunesair, Kee Hyun-Hae observó, asustado, cómo las nubes se iban abriendo, despedazándose ante un objeto ignoto: lo primero que apareció ante sus ojos fue un mástil de madera; entre la bruma circundante, unas velas amarillentas y gruesas absorbieron la luz solar. Una cofa asomó bajo los telones: en su interior, un hombre vigilaba. Ahí, en un techo de vuelo de cuarenta mil pies de altura, navegaba un barco antiguo.
***
Una hora antes, Kee Hyun-Hae abrazó con fuerza su propio tórax cuando la aeronave levantaba el vuelo. Inhaló y exhaló con profundidad, trayendo a su imaginación el día en el que había visto a su hija por primera vez, recostada en el pecho de su madre; al haber entrado a la sala de maternidad, las descubrió dormidas. Contempló a la recién nacida con un velo de cansancio, encontrándola enigmática: se trataba de una maquinita perfecta que estaba viva, con unas manos diminutas que parecían alas de libélula, y que algún día podrían construir en el mundo… o destruir, según deseare. Esa visión le daba tranquilidad, como ninguna otra a lo largo de su vida. Apretó con ahínco los puños, sintiendo cómo el avión se despegaba cada vez más de la tierra; inesperadamente, también sonreía por estar terminando, por fin, con la brecha que lo había separado de su unigénita en el espacio y en el tiempo.
Veintiún años después de su alumbramiento, mientras su padre intentaba calmar el pánico a volar, Kee Si-Woo caminaba con un libro en las manos, en los pasillos del Museo Marítimo Helénico, entre reconstrucciones de barcos del siglo XVI y reliquias recuperadas del mar Jónico. Aburrida y silenciosa, hacía tiempo para encontrarse con aquel hombre que decía haberla cuidado de bebé, pero nunca más apareció en su vida. Después de todos esos años, ¿a qué venían las ganas de cruzar sus caminos? ¿No era ya muy tarde? Ella no sabía la respuesta; no obstante, sentía curiosidad por esa figura que añoró antaño, y ahora significaba solamente una pieza misteriosa del pasado. La joven miró su teléfono celular: él estaría saliendo aún desde Túnez; llegaría a Atenas en dos horas. Suspiró, admirando tras una vidriera el fragmento de una lombarda que había pertenecido a un galeón español. ¿Por qué la habría citado en aquel lúgubre sitio?
En los aires, alcanzada hacía sesenta minutos la altura ideal, Hyun-Hae sacó la carta que le entregaría a Si-Woo, en su encuentro. Era una carta prolija, honesta, emotiva. No culpaba a nadie de su distancia, y tampoco se victimizaba. Explicaba que, a veces, sencillamente el mundo no es lo que creemos que es. Como un leve viento derrumbando el castillo de arena, hecho con esfuerzo por un niño en la playa: nadie puede prever lo que el futuro tiene entre manos. Guardó la misiva en el bolso del saco, sintiendo que estaba más segura ahí, que entre los papeles de su portafolio. El malestar físico estaba pasando. Pediría a la sobrecargo un trago, para relajarse. Su compañero de asiento, un hombre barbudo de unos treinta años, no dejaba de hurgar en su equipaje de mano, y eso lo irritaba. Odiaba todo sobre volar, sin duda.
—¿Queréis un poco? Eh… Do you want a little? —preguntó en dos idiomas el tipo a su izquierda, como si hubiese leído su mente segundos atrás. Había desenvuelto la tela que cubría una licorera de vidrio, vigilando que nadie de la tripulación lo viese. Tomó un trago del líquido verde y se aclaró la garganta, extendiéndoselo con una mueca de malicia.
Kee Hyun-Hae se encogió de hombros; después de hacer una pequeña reverencia, aceptó el presente. Al fin y al cabo, una nueva vida comenzaba para él. Quizá debía aprender a ser más aventurero. Empinó la botella, y acto seguido sintió un ardor espantoso en su garganta; carraspeando, un calor súbito se acomodaba en sus mejillas. Devolvió el recipiente, tosiendo.
—Absenta —dijo el barbón, con una sonrisa—. The green fairy, traída desde Pontarlier. —Se tocó el corazón, a modo de presentación—. Soy español. I'm from Spain. —Extendió su palma para saludarlo—. Ved Pieldelobo, ajenjo’s fan. Mucho gusto.
Todavía sufriendo el golpe del licor, Hyun-Hae estrechó la mano de Ved.
—Nice-to-meet you, my-name-is Kee Hyeon-Hae. I'm-from Korea —se presentó con macarrónico y lento inglés.
—Enhorabuena, tío —prosiguió el español en su lengua natal—, detesto beber solo, aunque lo hago a diario —Pieldelobo volvió a ofrecerle el fuerte licor—, así las ideas fluyen cual perras locas, ¿te enteráis?
Hyun-Hae asintió sin entender una palabra; miró el compartimento del asiento frente al hombre, descubriendo un libro en cuya contraportada había una fotografía de su interlocutor. Quiso tomar la botella de nuevo…
—I hate fucking airplanes —masculló el escritor cuando una sobrecargo que corría por el pasillo golpeó su brazo, derramando un poco del preciado líquido. Los pasajeros siguieron el trayecto de la mujer, alertados. Hyun-Hae también se quedó mirándola, hasta que penetró en la cabina. —Serán gilipollas —añadió sardónico, observando a dos hombres poniéndose de pie, acechando con preocupación. Un miembro de la tripulación llegó hasta ellos, pidiéndoles, por favor, que regresaran a su lugar—. Un poco de caos y el cerebro se les vuelve papilla.
De súbito, el avión se sacudió con violencia. Hyun-Hae se aferró a los descansabrazos conteniendo el aliento. Ved se rio, apurando la absenta.
—Lo dicho: teoría de caos, madre mía. ¡Eh, bueyes, papá, bueyes! —gritó divertido, mientras la aeronave temblaba. Le mostró el trago a su compañero. Hyun-Hae lo rechazó en medio de un leve jadeo; cerró los ojos, rogando porque la turbulencia pasara pronto. Intentó volver al recuerdo de su hija, pero el ruido de decenas de voces conmocionadas lo impidió.
—¿Qué coño? —se preguntó Pieldelobo. Al tener los ojos aún cerrados, Hyun-Hae pudo casi palpar la angustia en sus palabras. El fastidioso bebedor que tenía al costado había perdido el son de burla en el acento.
Abrió los ojos sólo para encontrarse en peores tinieblas: las pantallas se habían apagado; la luz del sol desapareció, tragada por nubarrones negros que impregnaban las ventanas de gotas de lluvia. Los pasajeros hablaban, turbados y ansiosos. Ved extrajo un teléfono de su pantalón. El Airbus vibraba como si fuese a caerse a pedazos.
—Está muerta esta mierda.
Kee Hyun-Hae lo imitó, rogando por ver el brillo en la pantalla de su móvil; sin embargo, el dispositivo no respondió.
—젠장—maldijo.
Ved Pieldelobo adoptó un semblante serio, por primera vez en todo el viaje. La oscuridad exterior los engullía. Buscó entre sus cosas, exasperado, y encontró un llavero con linterna. Lo accionó, se desabrochó el cinturón y se puso en pie, alumbrando al consternado azafato en el pasillo, aferrándose al maletero.
—¡Eh, cabrón! ¿Por qué no habéis alertado desde cabina que vendría semejante jaleo?
El muchacho pareció entenderle a medias, y se limitó a contestar:
—Please, sir, return to your seat as soon as possible.
—Fucking idiot —soltó Ved, obedeciendo. Al sentarse, el haz de luz bañó a Hyun-Hae, sudoroso, con los ojos desorbitados y los puños duros—. Hey, buddy, calm down, this will pass quickly —dijo el escritor para tranquilizarlo. Volvió a tomar la botella de ajenjo, sin embargo, la agresiva turbulencia provocó que se le resbalara, derramándola. —¡Me cago en las tetas de la virgen! —gritó enfurecido, inclinándose para buscarla.
El copiloto alertó a los pasajeros a prepararse para recibir las máscaras de oxígeno, de ser necesario, y que estuvieran prevenidos para colocarse el chaleco salvavidas, ya que sobrevolaban el golfo griego. El vehículo crujía, y algunos baúles se abrieron, dejando caer el equipaje. Hyun-Hae se cubrió el rostro, intentando ignorar quejas, alaridos y plegarias. Intentó construir —entre las sombras de sus manos— el rostro de su hija, para calmarse. Aunque, así como había comenzado la vertiginosa oscuridad, cesó al instante. Ved Pieldelobo y Kee Hyun-Hae coincidieron al descubrir la insólita claridad que ahora los envolvía: el primero, incorporándose con la botella vacía; el segundo, separando sus palmas. El silbido de las turbinas volvió a convertirse en ruido blanco. El sol barría con su luz el cielo abierto. Las nubes bajo ellos se asemejaban a espuma secándose en la arena del mediodía. Hyun-Hae respiró aliviado, admirando el paisaje. Sin embargo, la tranquilidad duraría apenas unos segundos. Por la ventanilla del Airbus A330-101, fue testigo de cómo, entre la niebla luminosa, ascendía un enorme navío de batalla.
Los gritos se sucedieron, unos a otros. El desconcierto y el horror se apoderaron de cada alma a bordo: aquella nave marina no era la única a la vista. Grandes barcos emergían desde el fondo celestial, surcando las alturas. Hyun-Hae, pletórico de pavor, miró cómo surgían cientos de velámenes, mástiles, espolones y remos que cubrían el horizonte: en proa, centro y popa, podía divisarse incluso a los hombres que las guiaban: ahí, a kilómetros del nivel oceánico, corrían, dirigían, preparaban cañones…
—¡Qué puta mierda, en nombre del señor! —exclamó Ved Pieldelobo, al descubrir que, en el otro lado del avión, también se podían observar un gran número de galeotas, fragatas y bergantines.
—Please... we request passengers to remain calm... Fasten your seat belts and remain in your places. —La voz del piloto era entrecortada y débil. La gente, alterada, se levantaba de sus lugares para ver a través de las ventanas; unos, se tocaban la cabeza como si quisieran despertar de un sueño, otros, rezaban.
Hyun-Hae, aterrorizado, pegaba la frente al vidrio. Ved lo apartó para poder mirar también. Muy cerca de ellos, salió “a flote” una estatuilla dorada: un hombre sentado sobre una criatura marina, empuñando un tridente. A continuación, un largo y fino tajamar, que se abría en proa hasta la cámara armada, sobre la que comenzaba el trinquete. La magnífica galera roja iba descubriéndose entre el rezagado gas de los cirrocúmulos.
—Ese es Poseidón… —dijo Ved, fuera de sí.
Hyun-Hae reconoció el nombre.
—Conozco ese barco —siguió el autor, amedrentado ante la insólita visión—. Es “La Real”. La galera de Juan de Austria. No puede ser. No… La vi cuando era niño en el Museo de Barcelona.
Hyun-Hae le clavó los ojos, desaforado, sin comprender lo que decía; pero Ved Pieldelobo balbuceaba perdido en su propio horror.
A lo lejos, las galeras comenzaron a disparar cañones, culebrinas y pedreros. La tripulación del Airbus se deshizo en lamentos cuando fue testigo de cómo las balas y los pedruscos impactaban en bogas, carrozas o quillas contrarias, llevándose con ellas miembros humanos. La tropósfera comenzó a teñirse de un espectral carmesí.
Ved corrió al otro extremo de la sección turista; atisbó lo que acontecía afuera. Por impulso y necesidad, Hyun-Hae lo siguió, intentando descifrar lo que el español había comprendido.
—Son otomanos y jenízaros… —susurró el escritor, intentando no desplomarse—. Es la armada turca. Esa es… Es la flota de Alí Pachá.
—What-the-fuck is-happe-ning? —interrogó Hyun-Hae, tomándolo por los hombros.
—“La más memorable y alta ocasión que vieron los siglos, ni esperan ver los venideros” —contestó Pieldelobo con los ojos llorosos—. Cervantes. Está aquí… Regresamos más de cuatrocientos años… —dirigió su mirada al rostro desencajado de Hyun-Hae—. We are in the middle of a battle that occurred half a century ago: Lepanto.
Kee Hyun-Hae dejó libre a Ved. Ojeó su alrededor: presas del miedo, los pasajeros lloraban, se escondían o intentaban encender sus dispositivos digitales. Palpó sus sienes para no hiperventilar, inhalando. En el espacio aéreo se libraba una gesta encarnizada. Los cañones eran disparados, pero ellos no podían escuchar el estruendo. Entonces, el padre de Si-Woo se percató de que alguien lo miraba: era el arcabucero de una galera que flotaba a poca distancia del avión. Los marineros se arremolinaron en torno al primer hombre, señalando hacia él.
—Ya nos han visto —sentenció Ved.
—They can see us! —clamó alguien que pudo entender al perplejo autor. Al toque, comenzó un nuevo bullicio; algunas personas intentaban derribar la puerta de cabina; unos más, golpeaban al joven sobrecargo que había caído al piso.
Hyun-Hae leyó la cara de los seres extraños que podían respirar a esa altura, y comprendió lo que pasaría.
El alboroto no duró: fue interrumpido por el estruendoso impacto de una palanqueta de hierro. La presión empujó el aire interior, expulsándolo en una salvaje onda de frío que haló a algunos pasajeros hacia la brecha, cual si fuesen insectos sin carne. La cámara se despresurizaba en milésimas de segundo; las mascarillas de aire bajaron sin orden. Un espantoso carnaval de piernas y brazos rotos rodeaban a Ved, quien se agarraba como podía al respaldo de un asiento. Hyun-Hae sentía sus dedos rompiéndose, mientras se sostenía de un cinturón de seguridad. Había llegado su fin. No podría soportar esa tensión. Se resignó y soltó el cinto. Pero la grieta que el cañonazo había abierto ya no succionaba aire, sino que dejó pasar un chorro de agua que lo golpeó desde los pies; Hyun-Hae logró pararse, resintiendo cómo la corriente subía aceleradamente. El avión se estaba hundiendo. Algunos cadáveres aparecían fuera, ahogándose en un mar invisible: en sus frentes, se ceñía al gorro una cinta negra con el nombre de su buque.
—Tenemos que salir y nadar. Seguidme, yo puedo entenderme con ellos —exclamaba Ved Pieldelobo a Hyun-Hae—. ¡Son españoles! —aseguró, tocándose el corazón con zozobra.
El agua salada se filtraba por la ranura del fuselaje. La gente que había sobrevivido a la explosión se esforzaba para llegar hasta las puertas de emergencia. Ya podía escucharse el fragor de la artillería naval y los aullidos de la guerra.
Kee Hyun-Hae intentaba palpar algo bajo el agua, en su asiento original.
—Fuck! Hurry up, man! What the hell are you doing?
Desesperado, cogió la botella vacía de absenta y la abrió. Mientras mordía sus rodillas el frío del océano, extrajo de la ropa, trémulo, la carta para su hija. Introdujo los papeles en el recipiente, tapándolo enseguida.
—¡Vamos, hombre!
Ved y Hyun-Hae se desplazaban hacia adelante, cuando tras ellos estalló otro cañonazo, provocando que la botella se escapara de sus manos.
—¡No hay tiempo! —alertó Ved, aferrándose a su compañero de viaje. Abriéndose paso a contracorriente, lograron colarse por el resquicio que dejó un arcabuzazo en el revestimiento de aluminio. —Ya no hay tiempo.
Hyun-Hae vio cómo la botella, que guardaba las palabras que siempre deseó confesarle a su hija, se alejaba con las olas producidas por la armada de la Santa Liga. Por donde alcanzaba su mirada, se libraba una carnicería atroz, seguida de voces de espanto, berridos de flechas al volar, mosquetes arrebatando vidas, y el choque de los espolones contra la obra muerta del enemigo.
***
La batalla siguió hasta poco más de las cuatro de la tarde, hora en la cual, cuatrocientos cincuenta y tres años después, Kee Si-Woo, esperaba a su padre, al interior de un museo náutico. Cansada de caminar, se había sentado a leer en una de las bancas de la sala hispánica, dedicada al Golfo de Patras. Tuvo el pensamiento amargo de que él no llegaría. No sería la primera vez. Intentó no pensar en ello, y se sumergió en la lectura. La novela “Cronocidio o el color del relámpago” de Ved Pieldelobo, no le parecía la obra maestra que su novio había recomendado, aunque tenía algunas cosas interesantes.
Este es tu tiempo. Todo tuyo. Aquello que miras ahora, es lo único que está siendo creado. Nada hay afuera de tu lenguaje. Lo que observas, nace. Así que mira, mira hacia adelante: ¡mira!
Como si alguien le ordenase al oído, Si-Woo miró hacia adelante. En una de las vitrinas del salón, al lado de la maqueta de una galera roja con adornos dorados, entre armas, petos y cascos, había una pequeña botella. Caminó lentamente hasta ahí, con el libro aún abierto. No la notó antes, y quizá ningún turista lo hiciese. Era un objeto que palidecía de gracia ante los demás en exhibición. Sin embargo, había algo extraño en ese contenedor de cristal: un papel viejo. La hija de Kee Hyun-Hae escudriñó el recipiente hasta descubrir que, oculta en los dobleces del pergamino, ignorada por los curadores y eruditos que por siglos la consideraron un galimatías de la tinta erosionada, se asomaba una escritura familiar. Al acercar el rostro todo lo que pudo, para leer el contenido, dejó caer el libro, estupefacta:
수신자 : 기시우
En perfecto coreano contemporáneo, alguien había escrito:
Para: Kee Si-Woo.
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