El 22 de junio de 1986, mientras Alberto jugaba a atrapar cabezas de robot antes de que cayeran al suelo en su reloj Casio, su familia no apartaba los ojos de la televisión. Estaba por suceder un evento histórico que dejaría un reguero de muertos a lo largo del tiempo y del mundo: La guerra Maradona.
Sus tíos, sus primos, su mamá, su papá y su hermana vestían alguna prenda celeste y blanca. Los tíos y los primos, la camiseta de la selección; mamá y papá, un gorro al tono, y la hermana usaba diferentes girones de pelo atado con cintas bicolor. Alberto tenía la misma jogineta gris y sucia desde hace tres días. Llegar al nivel 2000 del juego del robot era su única obsesión. Había leído en un artículo de la revista Humor, que mensualmente compraban sus padres, que la empresa Casio había premiado a un japonés por batir el récord y alcanzar el nivel 150. Él ya había llegado al 1997. Imaginate la cara de don Casio cuando le tenga que entregar el premio a un argentino, decía.
Sus tribulaciones fueron interrumpidas a los gritos: Gooooooooooooool. Vamos Diego. Lo anuló, lo anuló. Hijo de puta. Cobró mano.
En la pantalla de la televisión se observaba a Diego Maradona elevarse con destreza asombrosa y marcar con la cabeza. El gol había respetado todas las normas que figuraban en los reglamentos deportivos pero el árbitro lo había anulado de todos modos. En ese momento exacto, una serie de sucesos iban a transformar la historia argentina para siempre. El desastre comenzó de menor a mayor: un cachetazo del propio Diego al delantero inglés Gary Lineker que le valió la expulsión; una avalancha de hinchas argentinos en el estadio Azteca que terminó con la vida de 126 personas; un violento cruce de hinchadas en las inmediaciones de la cancha que arrojó un saldo de 27 muertos; un argentino lapidado a jarras de cerveza en un bar de Londres; el secuestro y posterior asesinato del embajador inglés en Buenos Aires. Y la violencia siguió escalando a lo largo del tiempo.
Septiembre de 1987. Una bomba en una parrilla argentina en la ciudad de Manchester arrojó un saldo de 33 muertos.
2 de enero de 1988. Un ciudadano peruano que se llamaba Raúl Inglese fue descuartizado.
7 de febrero de 1988. Se expulsa a todas las personas de nacionalidad argentina residentes en Inglaterra y en sus colonias.
2 de enero de 1991. El entonces presidente Carlos Menem declara visitante no grato al cantante Elton John y anuncia que no se responsabiliza en caso de un atentado.
1 de diciembre de 1992. Elton John es asesinado durante un concierto en Brasil. El grupo terrorista La Diego Armando se adjudica el atentado.
6 de diciembre de 1992. Inglaterra le declara la guerra a la Argentina.
24 de diciembre de 1992. En un ataque conjunto, las fuerzas aéreas de Inglaterra, Estados Unidos, Bélgica y Gales, bombardean el barrio porteño de Devoto, donde se encontraba la residencia de la familia Maradona. Se estima que murieron por lo menos mil personas. El afamado deportista y su familia pudieron escapar y se exiliaron en Cuba.
Alberto aún no había alcanzado el nivel 2000 del juego del robot. Lo iba a lograr recién el 7 de julio del 2027. Para ese entonces, Argentina se había transformado a fuerza de balas en la colonia británica Elton John, en homenaje al artista asesinado. Ese día, Alberto rememoraba el primer aniversario de la muerte de su esposa. Había perecido en uno de los ataques perpetuados por las fuerzas armadas inglesas.
Sumido en la nostalgia, se había encerrado en el baño con su reloj y, luego de varios años, había vuelto al juego. El tiempo y la felicidad se habían derrumbado con la misma ferocidad que las cabezas de robot cayendo desde el cielo. Su culo se apoyaba sobre la tabla del inodoro y depositaba la fantasía de ser succionado para siempre por la fuerza centrífuga que se producía al apretar el botón. No quería volver a levantarse, salir al mundo, ir a trabajar. No quería vivir más. Solo sus dedos se movían, frenéticos. Las cabezas eran arrojadas a una velocidad temible y él las atajaba una a una. La imagen de su esposa con un agujero en la frente se le aparecía en la pantalla diminuta. Se estaba volviendo loco. Sus dedos se movían rapidísimo hasta que el reloj se llenó de colores. Había alcanzado el nivel 2000. Nadie jamás lo había logrado. Don Casio ya no iba a otorgarle premio alguno, pero para Alberto era importante. Un pequeño triunfo personal entre tantas derrotas estrepitosas. En la pantalla alcanzaba a leerse la palabra Congratulations y luego tres espacios de dos dígitos separados entre líneas invertidas titilaban a la espera de que Alberto colocara una fecha. Una sola opción se le cruzó por la mente. El día en el que todo empezó a derrumbarse. 22 de junio de 1986.
City, preguntaba el reloj entre signos de interrogación. México DF, escribió Alberto antes de quedarse dormido sentado en el inodoro.
Los gritos lo despertaron en otro baño. Empujó con fuerza las puertas vaivén y salió corriendo. Pasó a toda velocidad entre camisetas argentinas e inglesas. Abrió la puerta del vestuario que había sido asignada para la selección nacional y, al cruzar el túnel de lona, la inmensidad del campo de juego se presentó ante sus ojos. Miró su reloj al tiempo que Maradona flexionaba sus rodillas para dar el salto del gol que finalmente resultaría anulado ¿Pause? Preguntaba el Casio en letras rojas. Yes, presionó Alberto y todo se detuvo. El aliento de la hinchada se apagó. Los jugadores, el cuerpo técnico, todas las personas quedaron congeladas. La pelota en el aire y el jugador a punto de impactarla, también. Alberto entró a la cancha y, a medida que se acercaba al arco, escupió a cada jugador inglés con el que se fue cruzando. Se detuvo al llegar a destino. Sabía que debía modificar la escena, mas no sabía cómo. Podía cambiar la posición del arquero o del delantero, pero cualquier cambio debía realizarse con precisión quirúrgica para que no se notara. De todos modos, la pregunta que lo carcomía era cómo garantizar que el árbitro que había anulado un gol lícito, no anulara este. Tal vez, dijo en voz alta, si el referí estaba destinado a equivocarse, entonces, aunque Maradona anotara con la cabeza, con el pecho o la rodilla, el gol iba inevitablemente a ser invalidado. Si su razonamiento era correcto, lo que debía hacerse era garantizar el error. Pero otro error. Uno que no provocara la derrota del partido, una acción bélica, la muerte de Elton John, de miles de inocentes y de su propia esposa. Elevó el brazo izquierdo de Maradona a la altura de la pelota y presionó el botón.
Alejandro Cannizzaro (Argentina), es periodista científico y desde siempre le ha gustado escribir cuentos. Trabaja como divulgador científico en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET), en Puerto Madryn, una hermosa ciudad de la Patagonia argentina. En 2023 publicó su primer libro de cuentos, El inconsciente, y ese mismo año fue ganador del segundo premio Concurso Literario Osvaldo Bayer. Además, dicta talleres literarios y disfruta compartir su pasión por la escritura. Es padre de Amanda, de 9 años.
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