I. Resistencia
El tren por fin se detuvo y, con el profano deseo de encontrar una imagen que perturbara su alma, Leslie Lang abrió la puerta del vagón central. La niebla bañaba el desolado andén número 13. Los lamentos de viejas memorias helaban la atmósfera de la estación. A pesar del tétrico paisaje, la recopiladora no sintió nada en lo absoluto. Aquello resultaba sumamente problemático pues Leslie había sido enviada para recopilar la más genuina reacción.
Mientras avanzaba a través del corredor, Lang ajustó el chip conectado a su nuca con la esperanza de corregir la situación. No dio resultado. La ausencia de sensaciones seguía ahí, acechándola, amenazando con volverla obsoleta. Se trataba de su tercera visita a la estación en el transcurso de aquella semana. Quizá ese era el problema: estaba exigiéndose demasiado; tal vez un descanso le vendría bien. Algunos recopiladores se ausentaban por varios días antes de cazar un nuevo archivo. Otros optaban por usar el tren lo más posible antes de generar resistencia. En el caso de Leslie, la obstrucción ahora parecía irreversible. Debía concentrarse.
Tras cruzar la terminal y bajar la escalinata de piedra, la recopiladora se dirigió hacia el noroeste. Caminó con paso apresurado sobre el suelo irregular, rodeando los escombros de concreto que abundaban en las callejuelas. Luego miró su celular para confirmar la ubicación por última vez; a un par de cuadras de distancia se hallaba el archivo.
El viento silbaba una extraña melodía. Leslie ya la había escuchado en otras ocasiones. Era aguda y sombría. Estaba diseñada para transmitir desasosiego. Por desgracia para Lang, de momento no estaba surtiendo efecto. Después de recopilar un total de doscientos treinta y cuatro archivos, aquel silbido, antes lóbrego y siniestro, resultaba tan discreto como un suspiro. Ni el gris del cielo generó alguna reacción. Probablemente Leslie ya era obsoleta.
Por regla general, la gente de su tipo se retiraba del oficio antes de alcanzar la centena de recopilaciones. A decir verdad, los efectos de la resistencia ya eran notorios desde el archivo número ochenta. Por fortuna, fue ahí cuando Lang dio con una técnica novedosa, un método infalible para generar las reacciones más viscerales, las emociones más grotescas: el alimento perfecto para el chip anclado a su cabeza. Esta vez no sería la excepción. Leslie se preparó para ejecutar su plan una vez más.
Se soltó una lluvia torrencial. Las nubes se arremolinaron en extraños patrones. Así era el clima en la bóveda de recopilaciones: agresivo, intimidante, de naturaleza impredecible, tal como los archivos. El fango se acumuló en las botas de Leslie. La humedad se filtró en su chaqueta de cuero. Los cristales de los edificios contiguos no alcanzaban a reflejar por completo su figura, estaban rotos e incompletos, igual que todo lo demás.
Llegó al destino marcado por el celular. Frente a ella apareció una pequeña casa de color blanco, en contraste con el mundo derrotado de alrededor. La fachada tenía una puerta de picaporte dorado. Sin pensarlo dos veces, la recopiladora acudió al interior. Al centro se encontraba un hombre viejo y delgado, sometido, recostado sobre su lado izquierdo, abrazando sus rodillas con ambas manos. En el fondo de la habitación, sobre una mesa de acero inoxidable, una colección de herramientas para lo macabro se desplegaba reluciente y seductor.
Leslie analizó la escena. Se trataba de un archivo recurrente. Una solicitud de lo más común. Un cliché aburrido para quien ha recopilado por dos años sin parar. Aún así, ella debía cumplir con la misión. Alguien había pagado un buen dinero para disfrutar la fantasía. El chip de simulación prestaba la escenografía. Ella solo debía sentir algo. Para facilitarse las cosas, durante el jolgorio, Leslie pensó en Ronda, su novia. Sustituyó en su mente las facciones de la víctima. Hizo la tarea. Pareció que las náuseas acudirían al encuentro. No fue así.
Despertó.
—Lo siento, querida —dijo Sandro, inclinando su pálido rostro hacia un costado —así ya no me sirves.
—La vez anterior no estuve tan mal —respondió Lang, decepcionada, arrancando el chip de su nuca. Sus ojos le ardían. Adaptarse al mundo real tomaba un par de minutos.
—La vez anterior fue una orgía con pilotos espaciales, eso hasta yo lo quisiera recopilar. —Sandro soltó una risita; acarició su largo cabello mientras recordaba la escena; sacudió su delgada figura en un repentino escalofrío.
—Me has estado dando archivos difíciles.
—Oye, este era sencillo. Además, ya sabes que yo no puedo saber qué habrá en las simulaciones. No funciona así.
—No había contexto. Todo estaba blanco. Necesitaba más.
—¿Qué más quieres, reina? No necesitas contexto. No seas chismosa.
—Un motivo. Algo. Algo que me haga sentir. Conectarme con el archivo…
—¿De qué mierda hablas? De verdad, deja de hacerme perder el tiempo, mi amor. Estás despedida. —La sonrisa de Sandro cambió a una mueca de desaprobación. El tipo hablaba en serio.
—Pero…
—¡Obsoleta! ¡Despedida!
—Dame uno más. —Leslie tomó a Sandro por el antebrazo, suplicando otra oportunidad.
—¿Para qué? Para que lo eches a perder también. Hasta la imbécil de Wanda tiene más corazón que tú. El tuyo ya caducó.
—Necesito un poco más…
—Da asco. Está podrido…
—Por favor…
—La mayoría ahorra seis meses, doce como máximo, y se largan de aquí. ¿Qué te hace diferente? ¿A quién le debes?
—Necesito más, Sandy.
—Adiós, Lang.
Sandro azotó la puerta del camerino.
Leslie dio medio vuelta. Suspiró. Alzó la mirada y contempló la docena de burócratas que reposaban sobre los amplios sillones de La Escondida, el bar de fantasías emprendido por Sandro. En alguna otra época, Lang habría repudiado a aquellos hombres. Hoy en día, con o sin el chip recopilador, su alma parecía estar vacía. Indiferencia absoluta.
Caminó en dirección a la salida pasando a un lado de los doce clientes, todos ellos recostados, con ojos cerrados, devorando las nefastas aventuras archivadas por Leslie, la imbécil de Wanda y los otros recopiladores. La mitad de los usuarios presentaba espasmos repentinos, balbuceos esporádicos, reflejos musculares, síntomas de sus podridos placeres.
Previo a su primera visita a La Escondida, Lang se preguntó por qué alguien debía ir por los archivos en persona. Creyó que aquello no tenía sentido. ¿No sería más sencillo simplemente simular las fantasías solicitadas por los clientes? ¿La tecnología no daba para más? El tiempo le había dado la respuesta, por supuesto. Una cosa era proyectar ilusiones, otra muy distinta el sentir en carne propia sus efectos. Dopamina, serotonina, norepinefrina, toda clase de estímulos, toda clase de neurotransmisores, cuidadosamente recopilados en el camerino de Sandro. El opio ideal para el burócrata moderno, aquel ansioso por satisfacer sus morbosos apetitos al margen de la ley.
El suelo de marfil resonaba al contacto son sus botas. El sonido hacía eco en las amplias paredes púrpura. Al llegar a la salida, Leslie echó un último vistazo al local. Miró el rostro de los durmientes, hombres de todas edades. Una vez más, la indiferencia prevaleció. Azotó la puerta por fuera y anduvo por la avenida principal de la Ciudadela. Era el mediodía. Los ciudadanos decentes trabajaban en los rascacielos. Las calles de la capital, así como la conciencia de Lang, estaban desiertas.
No tardó mucho en llegar a la estación de trenes, la real, no la tétrica de hace un rato. Cabizbaja, abordó uno de los vagones hacia los suburbios del sur de la ciudad. El cabello oscuro, lacio y largo caía sobre sus hombros.
Los trenes se desplazaban en innumerables rieles serpenteando alrededor de los colosales edificios. Brillantes proyecciones danzaban sobre las paredes. Jardines colgantes adornaban las gigantescas estructuras. Ninguna de aquellas magníficas visiones removió las fibras del corazón de Leslie aunque, a decir verdad, todos los habitantes estaban ya acostumbrados a la belleza de la capital; su majestuosidad resultaba cotidiana.
Obsoleta. El pensamiento la acompañó durante todo el trayecto. Por fin había sucedido. Sus días como recopiladora habían terminado. Aunque la idea parecía amenazante, ella no sintió miedo, ni preocupación, ni tampoco ira. Tampoco estaba triste. Quizá solo un poco decepcionada, pues aún no tenía ahorrado lo suficiente, y Ronda la esperaba en casa, inmóvil, como todos los días, irremediablemente postrada en cama.
Por desgracia, el plan no había dado resultado. La idea original fue acudir a La Escondida durante un par de años. Para ello hubo de renunciar a su empleo en la oficina de transportes; no obstante, el costo del tratamiento para Ronda era demasiado alto. Trescientos archivos capturados en chips neuronales. Esa era la meta. El dinero recibido ayudaría a pagar la renta del pequeño departamento en los suburbios; supuestamente, también cubrirían la transferencia del cerebro de su novia hacia un cuerpo sano.
Minutos más tarde, Leslie llegó a casa. El olor a bergamota le fue irrelevante. Arrastró una silla hacia el borde de la cama, y dio inicio al ritual de la tarde. Acarició el cabello castaño de Ronda. Removió el camisón. Pasó una toalla húmeda por el cuerpo inerte. Después secó la delicada piel, y se recostó a su lado, extendiendo ambos brazos para fundirse con ella en un prolongado abrazo.
Ambas suspiraron al mismo tiempo. Antes del accidente, Ronda aprovechaba momentos como este para morder juguetonamente el oído de Leslie. Ahora, la chispa de su amor se veía reflejada solo en el brillo de sus grandes ojos. Ronda lo decía todo con tiernos pestañeos. Lang, por su parte, se esforzaba al máximo en corresponder. Pero sus caricias eran más bien una rutina; sus halagos, resultado de la inercia; un hábito añejo y escueto, agraviado por las insanas labores de recopilación.
Y Ronda no sospechaba. Así era mejor.
II. Alternativa
—Hasta para ti esto es bajo. —dijo Sandro, atónito.
Leslie lamió su labio inferior, luego intentó explicar:
—Créeme, ella está de acuerdo. Ayer hablamos al respecto. Quiere hacerlo.
Desde la silla de ruedas, Ronda pestañeó.
Sandro se acercó a su oído.
—Dime, linda. Entiendes de qué va todo esto, ¿cierto?
Otro pestañeo.
—Significa que sí, dos es…
—¡Cállate, Lang! No estoy hablando contigo —interrumpió él de inmediato, después susurró en dirección a Ronda —por si ella aún no te lo ha dicho, se trata de lo siguiente. Nadie sabe qué verás después de abandonar la estación. Ni siquiera yo. Es un misterio. Los pedidos son anónimos. Así debe ser. Verás, un archivo es más útil tras experimentar situaciones inesperadas. Los clientes ya saben qué tipo de situación quieren vivir. Los muy enfermos han imaginado la fantasía en incontables ocasiones. Pero tú, querida, tú eres la estrella principal, la primera en sentirlo realmente. Y lo que sea que sientas, lo que sea que recopiles en este pequeño dispositivo, hará que el cliente estalle de emoción. El factor sorpresa, querida. La primera reacción. De eso se trata este negocio. Pagado en efectivo según tu desempeño, claro. ¿Quieres hacerlo?
Un pestañeo más.
—Uff. Qué muchachas. Y yo que creía haberlo visto todo… Tráela al camerino, Lang.
Y eso hizo.
El cuarto estaba parcialmente oscuro. Una pequeña lámpara colgaba al centro. Altos espejos cubrían las paredes. El piso de madera lucía viejo y descuidado, algo extraño comparado con el resto del inmueble. La silla de ruedas y su ocupante fueron llevadas al centro de la habitación. Sandro las acompañó, conectó el chip neuronal en la nuca de Ronda, luego definió los parámetros de recopilación usando su computadora de simulaciones, asignando una solicitud de forma aleatoria. La chica durmió de inmediato, y Leslie esperó cruzada de brazos.
El dueño de La Escondida guardó silencio. Lang intentó reflexionar sobre las mentiras que dijo la noche anterior. Sandro estaba en lo correcto, Ronda no tenía idea de en qué se estaba metiendo. Pero en Leslie no hubo culpa, ni remordimiento, ni siquiera algo de preocupación. Quizá solo un poco de alivio. Si las cosas salían bien, podrían pagar el tratamiento en unas cuantas semanas.
Pasaron varios minutos. Afuera del camerino, varios clientes comenzaron a poblar el salón principal. Tomaban su asiento asignado, conectaban por cuenta propia el chip, y disfrutaban de sus recopilaciones personalizadas. Tras las breves sesiones, algunos charlaban en voz baja, con bebida en mano, para compartir las sórdidas experiencias. Presumían sus ocurrencias, parafernalias del gozo relatadas a detalle. Descubrían filias ajenas y anidaban fetiches no explorados.
Se cumplió una hora y media. Un tiempo bastante prolongado. Sobre todo para tratarse de su primera recopilación. Leslie preguntó:
—¿Qué está haciendo?
—Lo de siempre —respondió Sandro.
—¿Qué es?
—Algo de rutina. Muchos involucrados. No quieres saber.
—¿Wanda no va a venir hoy? Creí que le tocaba sesión los jueves.
—Indispuesta. Su último archivo la dejó intranquila.
—Una semana es suficiente para descansar.
—Tiene flojera, no sé. Pregúntale. Llámala.
Leslie suspiró.
Desde el otro lado de la habitación, Sandro mantenía la vista atenta a su computadora de simulaciones.
Entonces Ronda abrió los ojos. Miró hacia todos lados, después en dirección a Leslie.
—¡Amiga! ¿Cómo te fue? ¡Cuéntamelo todo! —gritó Sandro, su entusiasmo contrastaba con la apatía de Lang.
Varios pestañeos.
—Ay, no me digas. Qué hermosa. ¡Amo tus ojos!
El dueño del bar desconectó el chip, revisó el archivo digital en su computadora, y sacó su cartera. Entregó treinta mil dólares a Leslie.
—Lang, sonríe un poco, por favor. ¡Estás de vuelta en el negocio, amiga! Ja, ja, ja…
—¿Tanto? —Leslie tomó los billetes. Los guardó de inmediato en su chaqueta.
—La primera vez siempre es la mejor. Regresen la próxima semana. Tomarán el lugar de Wanda.
—¿Es un hecho? ¿Wanda ya no va a venir?
—Qué entrometida eres, de verdad. Bueno, ya. Ya váyanse. Descansen.
—¿Puedes decirme qué vio?
—Ya te dije que no se puede.
—Es que ella no…
—Ay, ya. ¡Adiós!
Sandro azotó la puerta del camerino.
Ambas salieron del local. Avanzaron rumbo a la estación de trenes. En otras circunstancias, Lang habría notado las lágrimas rodando sobre las mejillas de Ronda; sin embargo, su mente obsoleta solo pensaba en el dinero en su bolsillo.
III. Ronda, curada
Semanas más tarde la mente de Ronda reunió los fondos necesarios. Había recopilado una veintena de archivos en el bar de ilusiones. Las visitas a La Escondida ocurrían casi a diario; Sandro tenía bastantes huecos en su agenda a consecuencia del ausentismo de uno que otro recopilador. Y ellas aprovecharon cada oportunidad. A veces hubo sesiones dobles. No importaba. Sandro pagaba bien. Los archivos eran de alta calidad. Por las tardes, los rituales en la intimidad del departamento mantenían un tono sobrio. Ronda hacía lo posible por no estallar en llanto, y Leslie nunca lo notaba.
Corría un viernes por la mañana. La luz se filtraba a través de las viejas cortinas del departamento. Un haz de esperanza bañó las cuatro paredes de la habitación. Mientras reposaban frente a frente, acostadas en la cama, Leslie dio la buena noticia:
—Lo lograste. Ya tenemos lo suficiente. Vas a poder moverte de nuevo. Hoy tenemos cita con la Diseñadora.
Leslie sujetó las manos de Ronda, quien mostró un profundo alivio en su prolongado pestañeo. Un beso seco culminó el aviso. Minutos más tarde, abordaron el tren hacia las Fábricas del Norte.
Lang llevaba una mochila en la espalda. Tenía ahí todo el dinero reunido durante los meses previos, todo el peso de múltiples sueños ajenos ya cumplidos. Por fin había llegado la hora de satisfacer el propio, quizá el único que mantenía a Leslie con vida. Colosos de concreto y acero se divisaban a ambos costados del vagón. Las grises estructuras emitían una densa nube negra. Los vapores de las calderas generaban un olor nauseabundo. Por un momento Lang creyó estar de vuelta en el camerino de Sandro, con un chip en su nuca; en ese lado de la ciudad sería difícil notar la diferencia.
Llegaron a la última estación. Al otro extremo del andén, oculta entre las sombras, una figura alta las esperaba en la puerta de salida, cruzada de brazos. Portaba un abrigo largo y una capucha sobre la cabeza. Si bien era imposible distinguir su rostro, no había nadie más en el andén. Debía ser ella.
Leslie empujó la silla de ruedas. No hubo nervios, tampoco ansiedad. Quizá solo algo de curiosidad, pues la Diseñadora tenía una reputación excepcional. Ella era la única persona capaz de realizar el procedimiento que Ronda necesitaba. Llevarlo a cabo era completamente ilegal, claro.
—Buenas tardes, traje el pago —dijo Lang.
La misteriosa mujer posó su dedo índice sobre los labios, exigiendo silencio. Extendió la mano para recibir la mochila, la colgó sobre su hombro, y sujetó las agarraderas de la silla de Ronda. Dio un par de pasos hacia la salida de la estación, y Leslie las siguió.
—Tú no —dijo la Diseñadora, su voz era suave, como de seda, pero firme a la vez.
—Es que…
—Tú no.
Lang acató la orden. No había más que hacer. Seguramente el quirófano de la Diseñadora tenía una ubicación secreta. Si el procedimiento daba resultado o no, solo el tiempo lo diría.
La tarde del sábado transcurrió a cuentagotas. Nada fuera de lo normal. Para un alma obsoleta como la de Leslie, cada segundo era un eterno vacío. Daba igual si era de día o de noche, si afuera estaba soleado, o si arreciaba una tormenta. Porque todo daba igual. ¿Qué podría alterar a una mente que lo ha visto todo, que ha navegado entre las más cruentas ficciones, que ha vivido en carne propia el azote de toda quimera? Vacío. Un fantasma viejo. Un corazón marchito. Eso era Leslie.
Más por obligación que por gusto, Lang se vio arrastrada hacia una serie de tareas domésticas bastante postergadas. Limpió ventanas, sacudió muebles, pulió superficies. Lavó sábanas y cobertores. Luego dedicó varios minutos en intentar tender la cama, pero no daba con el resultado esperado. Probó con varios estilos, con diferente orden de almohadas, y ninguno era el correcto. Se conformó con un resultado medianamente aceptable, después se echó a dormir por encima de las cobijas.
Estaba cansada. Demasiado como para soñar. Hacía mucho que no experimentaba un sueño. Probablemente así era mejor. Con el bar de ilusiones tenía suficiente.
El domingo por la mañana una mujer alegre abrió la puerta del departamento, se acercó de inmediato a la cama donde, en esta ocasión, era Leslie quien yacía inmóvil, y la despertó con un beso prolongado. Fue húmedo, recio y profundo. Al abrir por completo los ojos, Leslie descubrió el nuevo cuerpo de Ronda frente a ella. Era terso, vibrante, móvil. Un clon perfecto, sano, con todo en su lugar, incluida esa mirada que albergaba solo amor. Ronda lo usó de inmediato. Entregó todas las caricias pendientes, cobró con creces la deuda de pasión que la vida le debía. El tacto era exquisito. Las sábanas se arremolinaron entre ellas. Un palacio del deseo. Un convite de abrazos.
Aunque no para Leslie.
Ronda se detuvo.
—¿Algún problema? ¿Qué tienes?
—Nada. Es que… te extrañaba mucho —mintió Lang.
—Ya sé. Yo también —dijo Ronda, entre risas juguetonas. Luego reanudó los besos.
Pero algo andaba mal.
—Es que… estaba pensando que…
—Ese es el problema. Deja de pensar, ja, ja. —Ronda volvió a las caricias.
—Es que…
—¿Qué pasa? —Ronda se detuvo nuevamente.
—Gastamos todo en la transferencia. No hay nada.
—No tienes que pedírmelo. Entiendo que es difícil para ti ahora. Puedo hacerlo un par de veces más.
—No sé. ¿Segura que quieres hacerlo? —preguntó Leslie.
—Pensé en ello durante todo el camino —dijo Ronda al tiempo que guiñaba un ojo. Y su sonrisa era radiante.
IV. Último archivo
—Mírate nada más. ¡Estás divina! ¿Qué sigues haciendo con esta escuálida? Te voy a presentar a unas amigas —dijo Sandro; se acercó al nuevo cuerpo de Ronda, y posó sus manos sobre los hombros de la joven.
—Gracias, pero estamos bien. —Ronda sujetó con fuerza la mano de Leslie. —¿David vino hoy? ¿O tienes tiempo para mí?
—¿David? Uy, no. Otro más que se me va. Ya no he sabido de él.
—¿Tan pronto? Empezó después de mí.
—¡Ay, déjalo! No todas son unas maniacas como ustedes. Además, tú ya tuviste muchos últimamente. No seas abusiva. Vas a quedar igual que ésta. —Sandro señaló a Lang con la cabeza.
—Estoy bien. Solo serán un par más.
—Cómo tú digas.
Mismo procedimiento. Los tres acudieron al camerino, al santuario de los sueños podridos.
Sandro preparó los sistemas, tecleando a toda velocidad las configuraciones del archivo a recopilar. Leslie esperó al lado de la puerta. Ronda tomó asiento al centro del lugar, conectó el chip recopilador, y durmió al instante.
Pero no por mucho tiempo. Porque esta vez la sesión duró apenas un pestañeo. Algo inusual. Inaudito. El dueño del bar revisó su computadora, solo para corroborar que no se tratara de un error; no obstante, el archivo estaba ahí. Ronda lo había recopilado en apenas un par de segundos. Ella despertó con un sobresalto. Su respiración era agitada. Giró la cabeza de forma violenta en todas direcciones, pues sentía que la realidad se agrietaba frente a ella.
—Ten. Llévate todo lo que hay aquí —dijo Sandro de forma apresurada, entregando a Lang toda su billetera, luego las empujó hacia la salida.
Ronda seguía en mal estado; abría y cerraba sus manos de forma constante, sin decir una palabra.
—¿Qué es? —preguntó Leslie.
—¿Qué es qué? —respondió él.
—El archivo, Sandy. ¿De qué trata?
—Ay, ya te dije que no se puede saber. Es secreto. Solo el cliente puede. Pero han estado pagando muy bien por estos archivos cortos…
—Es que nunca he visto que…
—Ya, ya. Déjala. Solo necesita descansar. Váyanse. Cómprense algo bonito. No les vendría mal. A ella le queda cualquier cosa, pero tú sí tienes que producirte más.
La puerta del camerino se cerró de golpe.
Ambas volvieron al departamento.
Y no hubo caricias, ni besos, ni mordidas juguetonas, pues Ronda realmente necesitaba reposo. No estaba claro por cuánto tiempo, pero una semana no pareció ser suficiente, su mirada aún se veía vacía. Leslie prefería no molestarla con preguntas, y cuando las hubo las respuestas se limitaron a sencillos: "bien", "sí", "no", "gracias". Desayunaban juntas, fueron de paseo, caminaron por las calles de la Ciudadela en varias ocasiones, y nada dio resultado. No se trataba de una des-sensibilización. Parecía algo distinto. Sin duda era muy temprano como para que Ronda fuera obsoleta. Lo de ella parecía una desconexión total con la realidad.
Más silencio. Más quietud. La situación tenía a Leslie bastante confundida. Creció en ella una cierta incomodidad en su pecho. Le resultaba aplastante. Ronda estaba ahí, por fin, pero no del todo. Hubo duda y algo parecido al agobio. Porque a pesar del accidente, y de las idas y venidas a La Escondida, Lang jamás había concebido la vida sin ella, hasta ahora.
Transcurrió un mes, y su único temor se concretó verdadero una mañana nublada de lunes, cuando despertó sola en la cama fría. Una nota firmada por Ronda yacía sobre una almohada, anunciando un trágico desenlace:
Adiós.
Eso era todo. Ninguna explicación. Nada que calmase la angustia.
Leslie atravesó la ciudad de inmediato. El tren le resultó viejo y maloliente. Los rascacielos eran absurdos, una copia idéntica del otro. El salón principal de La Escondida, con sus intensos tonos púrpura, le generó un profundo asco. Azotó la puerta del camerino, y gritó con todas sus fuerzas:
—¡Sandro, imbécil! ¿Qué era ese último archivo?
—¡Hey! Más respeto, mis clientes están dormidos.
Leslie lo tomó por el cuello con una mano. Asestó un puñetazo con la otra.
—¡¿Qué era?!
—¡No puedo ver!
—¡¿Qué era?!
Un golpe más. Dos dientes cayeron al suelo de madera.
—¡¿Qué era?! —gritó Leslie de nuevo.
Otro golpe más.
—Está bien. Está bien. Toma. Revisa tú misma.
Sandro entregó la computadora de simulaciones. Lang miró con atención el monitor, buscó entre el océano de fantasías y encontró aquella última recopilada por Ronda. El título del archivo describía una extraña solicitud:
Nada absoluta. Ausencia de todo. Mi propia muerte.
Leslie arrojó el dispositivo. Luego arrancó la vida del sujeto sin mucho esfuerzo. El dueño de La Escondida intentó calmarla en su último suspiro:
—Estás curada, amiga, estás curada.
Leslie ignoró aquellas palabras y, al terminar con él, prosiguió con la decena de hombres que dormían en el salón principal. Presionó uno por uno el cuello de los clientes. Sus mortíferas manos quedaron adoloridas. Entonces los agentes policiales llegaron a la escena, alguien había activado el botón de emergencia. La respuesta de la ley fue inmediata, severa; no pudo ser de otra manera; se trataba del primer asesinato en décadas. Treinta vehículos escoltaron a la criminal hacia la prisión de la capital. Ahí pasó el resto de su vida, en una celda diminuta, entre recuerdos malditos y un largo pesar. Ahí hubo odio, tristeza, remordimiento, culpa y frustración, pues Sandro tuvo razón, Leslie Lang estaba curada.
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