—¿Qué pasa con tu agente? —dijo Lucas, fastidiado—. No ha contactado en toda la noche. ¿Por qué no acudimos a un llamado de la central? Van cuatro que dejamos pasar.
Mina le miró indiferente desde su asiento, con una mano descansando sobre el volante de la ambulancia. Eran casi las cuatro de la mañana, la hora más quieta en Ciudad Capital, en la que al tercer turno de trabajo le quedaba poco para salir y los otros dormían.
—Si no ha llamado es porque no tiene algo que nos convenga. Ya sabes que los servicios que solicita la central no son aptos. No se pueden subastar —dijo Mina.
Lucas lo sabía. Pasaba que no era bueno con la espera. Su carácter no era del completo agrado de Mina, lo soportaba porque era el mejor asistente traumatólogo que conocía después de ella misma. Juntos eran de los mejores especialistas en la ciudad, mas no eran los únicos y la competencia por rescatar pacientes que valieran la pena era reñida. A sus treinta, había invertido la mayor parte de sus ganancias en la ambulancia, pero había otros aspectos a considerar, como el agente colocador y la columna central de todo: el resucitador. Si uno de esos componentes fallaba tendrían un cadáver irreversible o un paciente con vida que no les dejaría más que lo de su traslado y sus honorarios por hora. Una miseria.
Para vivir en Ciudad Capital debías tener trabajo. No había gente desempleada, ni vagabundos. Tampoco era sitio para familias, estudiantes o jubilados, ellos vivían en ciudades sociales. La ley requería que al menos ochenta por ciento de los residentes estuvieran asegurados por sus empresas, eso le quitaba negocio a los médicos, pero quedaba espacio para profesionales independientes que trabajaban bajo su propio riesgo, de donde Mina hacía negocio. En un buen caso podía ganar lo que un asalariado lograba en tres meses.
Lucas bajó de la ambulancia para calmar el tedio. El viento helado, silbando al correr entre la pared de los edificios, clavó diminutos alfileres en su rostro. Estiró los brazos con fuerza para desperezarse, el trozo de cielo visible entre los gigantescos edificios era de un oscuro invernal, las luces de la ciudad coloreaban de un azul blanquecino el abdomen de las nubes encima de ella.
Contagiada de impaciencia, Mina se escurrió a la parte trasera de la ambulancia. Ella misma preparaba todo antes de ponerse a la espera, en especial el resucitador, el dispositivo oficial para registrar la ausencia de vida. Checó cada sección de nuevo. Su trabajo consistía en salvar a quien sufriera un accidente, pero si, y solo si, había muerto antes. La ley marcaba que debía tener un certificado de muerte: al menos treinta segundos verificados mediante el resucitador. Gran parte del éxito radicaba en su habilidad para salvar a gente que, sin atención, no sobreviviría. Debía reducir fracturas, evitar daño renal por traumatismo, asegurar el menor número de secuelas, amputar o lo que fuera necesario, pero sobre todo, mantener intactas las habilidades profesionales del paciente.
Como iban las cosas tendrían que retirarse con los bolsillos vacíos al amanecer. Sólo trabajaban de noche, era una política personal de Mina. Trabajar de día aumentaba los riesgos de todo, incluyendo dañar la ambulancia y perder pacientes durante el traslado. La voz del agente sonó por la bocina e informó sobre un accidente: la dirección, confirmación del estado crítico del sujeto y sus habilidades profesionales.
—...programador bio-computacional con más de cuarenta años de experiencia. Ha trabajado para seis de las diez más grandes. Lo estoy colocando en presubasta ahora mismo, así que más vale que lo mantengan con vida las veces que sea necesario —dijo el agente.
La ambulancia redujo la velocidad cerca del suelo para aterrizar suavemente a pocos metros del accidente. Mina, luego de presenciar incontables escenas como esa, imaginó que se trató de una falla en el motor del aeromóvil, una caída libre de al menos cincuenta metros si volaba a la altura reglamentaria.
—Estamos aquí. Vamos acercándonos. Veo más personas dentro del vehículo —dijo Mina.
—Ninguno de valor. La huella genética del paciente está en el sistema. Confirma identificación —dijo el agente.
Al asomarse al amasijo de metal, piezas electrónicas y mecánicas, el visor del casco identificó entre las personas heridas y maltrechas a Henry, el objetivo. Se escuchaban lamentos y voces pidiendo ayuda, Mina pasó entre ellas mientras Lucas se colocaba del otro lado con el equipo. El tiempo corría.
—Aquí hay gente asegurada. Es posible que ya vengan por ellos —dijo Mina.
—Este es nuestro. Llegamos primero. Los sensores marcan una probabilidad del 76% de falla cardiaca. Necesitamos aumentarla, asegurarnos de que ese hijo de puta de oro muera.
—Ponlo en subasta ya. Me aseguraré de eso.
Mientras los médicos de un asegurado trataban de salvarle la vida a toda costa, Mina danzaba en un equilibrio delicado, debía encargarse de que las heridas no siguieran haciendo daño y preparar al herido para que, al volver de la muerte, su cuerpo tuviera posibilidades de recuperación. Debía salvarlo y no, al mismo tiempo. Henry, el hombre de setenta y cinco años por el que estaba ahí, inconsciente, prensado por la estructura del vehículo, tenía fracturas en costillas, una pierna y un brazo. Su cabeza, hinchada y ensangrentada, se resbalaba entre las manos de Mina al tratar de levantarla. No había fractura craneal y sus pupilas reaccionaban de manera simétrica a la luz, era buena señal de que su cerebro no tenía daño. La muerte le sobrevendría por compresión y hemorragia en la arteria femoral.
—Conecta el catéter múltiple, trae hemoespuma, diez unidades de sangre sintética y el gato hidráulico —dijo Mina.
Lucas ejecutó las indicaciones. Henry comenzó a exhalar, emitiendo un quejido largo y forzado. Mina examinó los puntos de apoyo para liberar del peso el pecho de Henry. Conectó una solución especializada que protegería los riñones del daño causado por la sangre coagulada entre los tejidos; suministró una más: destinada a retrasar el deterioro neuronal durante los primeros minutos posteriores a la falta de oxígeno en el cerebro. Recibir un pago para que luego el sujeto muriera por insuficiencia renal o quedara con alguna secuela que le impidiera trabajar, era condenarse a perder la licencia y pagar indemnizaciones a los compradores. Cuando Lucas volvió con lo que hacía falta, Henry estaba a punto de morir.
—Vamos, rápido. Pon el gato aquí. En cuanto su corazón se detenga comenzaré a liberarlo. Estoy terminando de sellar la arteria, comienza la transfusión. Yo me encargo del resucitador. Prepara los inmovilizadores y la camilla.
La posición del brazo de Henry complicaba la sujeción adecuada del catéter. Miró a su alrededor, vio a su alcance el zapato de un herido; con habilidad quitó la agujeta y ató el catéter en el ángulo adecuado.
—Apresúrense —dijo el agente.
Mina, concentrada en colocar los electrodos y encajar los sensores intramusculares en el cuerpo de Henry, pareció ignorar la voz del agente. Sus manos, veloces y entrenadas, sabían de memoria los puntos clave para medir los signos vitales. Sus manos sudaban bajo los guantes. Apenas colocó el último comenzó la grabación en el resucitador: la única forma de comprobar que el paciente había muerto y por tanto, dejaba de ser la persona que era. El último respiro de Henry fue lento, pareció resistirse a salir. El segundero comenzó a correr.
—Ya, ya, ya. ¡Abre la subasta! —dijo Mina.
La espuma hemostática selló la herida, la sangre sintética, con mayor capacidad de saturación de oxígeno que la sangre natural, comenzó a hacer su trabajo. Mina colocó el chaleco compresor sobre el tórax y la mascarilla en el rostro de Henry, dejando todo listo para activarlos. Vio en la pantalla sobre su muñeca la puja de varias empresas de bio-programación en busca de talento profesional. Las habilidades de Henry no eran particularmente sobresalientes, sabía lo mismo que la mayoría de los profesionales de su campo, excepto por su elevado porcentaje de aciertos a la hora de proponer soluciones, considerablemente por encima del promedio: un atributo valioso para los postores, tanto, que la puja triplicaba el monto normal por un profesionista similar.
—Tienes que cerrarla, el tiempo corre para resucitarlo —dijo Mina—. El riesgo de daño irreversible aumenta.
—Unos segundos más, siguen ofertando.
La ley era clara. Si nadie adquiría la posvida de un individuo no debía resucitarse. Si el individuo volvía a la vida antes de que hubiera un comprador, su vida le pertenecería de nuevo a él mismo, sin obligación de cubrir el costo de resucitación. Todos perderían. Por más que Mina sentía el impulso de iniciar el procedimiento, no podía hacerlo. Veía de reojo el aumento de la puja en su monitor, en el segundero y los signos vitales de Henry.
—La subasta está cerrada, tenemos comprador —dijo el agente—. Felicidades.
El chaleco dio inicio al masaje. Desde el resucitador, Mina liberó cargas eléctricas en intervalos hasta que el corazón de Henry volvió a latir. Los heridos alrededor aún se quejaban; Mina, concentrada en su trabajo, no prestó atención. El corazón de Henry se convulsionó en un intento por recobrar fuerza, luego, una expansión en su caja torácica anunció un latido fuerte, constante. Mina apagó la bomba que circulaba la sangre en el cuerpo de Henry.
Todo parecía en orden, sus signos vitales volvían a la normalidad, su cuerpo era capaz de mantenerse vivo por sí mismo. Solo restaba la recuperación mediante atención médica acelerada, pagada por Multicorp, propietaria de la posvida de Henry.
Ciudad Capital no tenía horizonte. Por la ventana de la habitación del hospital, Henry sólo veía estructura tras estructura, edificios, sin montañas a lo lejos, solo un cielo azul por encima de ellos. No había plantas a esas alturas ni a ras de suelo. La ciudad pagaba para que otras partes del mundo produjeran el oxígeno de la superficie, esterilizada por planchas de concreto y acero.
La cerradura de seguridad anunció la llegada de alguien. Mina entró a la habitación, le acompañaba un hombre delgado, de aspecto nervioso.
—Henry, él es Joe Blasco, encargado de recursos humanos de Multicorp. Pronto te daremos de alta para que puedas retomar tu vida. Vino a explicarte los términos de tu adquisición.
—Felicidades, Henry. Ya no estás en cualquier firma. Ahora trabajas para Multicorp. La mejor y más grande del ramo. Tienes habilidades bastante buenas —dijo, revisando el expediente electrónico de Henry—. Es una suerte que el equipo de la señorita Mina diera contigo. Como sabes, al momento de morir todos tus contratos anteriores quedaron anulados. No recibirás compensación de tu anterior empresa, pero la anulación también aplica para tus obligaciones. No más deudas ni compromisos legales. Un reinicio fresco dentro de Multicorp, Henry. ¿No es fantástico? Aquí tengo que mencionar que legalmente tu tiempo nos pertenece dado que moriste y nosotros invertimos en traerte de regreso para que trabajes con nosotros. Naturalmente descontaremos de tu sueldo lo necesario para cubrir lo invertido, no el cien por ciento, claro. Te quedará para vivir cómodamente, te proporcionaremos alojamiento también. El pronóstico es que vivirás al menos cuarenta años más… Cincuenta si pones de tu parte. Colocamos células creadas por Multicorp para restaurar tu organismo. Consideramos que cubrirás tu crédito de revitalización en treinta y ocho años; te quedarán de dos a diez años para ti mismo. Aquí está el contrato —dijo Joe, pasándole un fajo de folios—. Aunque estadísticamente es poco probable —continuó con falsa preocupación—, si estuvieras de nuevo en una situación así, es decir, si volvieras a morir, tenemos que asegurar la confidencialidad de nuestros secretos industriales, mantenerlos a salvo.
Extendió otro hatillo de hoja. Leyó con la casilla que Henry debía marcar, decía con claridad: “No resucitar”.
—Léelos con calma. Te los dejaré y vendré mañana a registrar tu aceptación.
Luego de ese encuentro, Henry quedó solo en la habitación. Miró por la ventana sin prestar atención a los papeles en sus manos. Era cierto, una forma de llegar a una gran empresa era ser resucitado por ella. El modelo típico de empezar desde abajo y abrirse camino seguía existiendo: un proceso largo para los aspirantes y costoso para las empresas que debían ofertar por encima de lo que ya ganaban los profesionistas. A la larga era más barato comprar la posvida de un empleado. Después de todo ¿quién querría morir? Una pregunta que se había vuelto un mantra entre el personal de departamentos de recursos humanos y adquisiciones. Les ayudaba a dormir mejor pensar que nadie querría morir, o que, para hablar en positivo, todos darían lo que fuera para vivir más tiempo. Henry alzó sus manos, las examinó bajo la luz que se filtraba por la ventana. Igual que su rostro, no aparentaban su edad. Tenía setenta y cinco años y una esposa que hacía una década no veía, no hacía falta. Su único hijo había crecido, se había marchado hacía ya varios años, ajeno a Henry, al tanto de él sólo a través de su madre. En algún momento entendió que para su hijo era un agobio hablar con ese hombre al otro lado de la línea, quien con torpeza intentaba construir un puente condenado a nunca ser transitado. Henry meditó que le esperaba un futuro idéntico a su pasado.
***
Ciudad Capital, y las ciudades similares, pagaban bien: suficiente para mantener con decoro a una familia fuera de ella. En algún momento, que no ubicaba con precisión, su esposa dejó de pedirle que volviera a casa. Lejos de pesar sintió alivio; le costaba cada vez más montar una obra de teatro doméstica donde él pretendía desear las atenciones de su esposa y ella fingía disfrutar de su presencia. El día que Henry canceló su visita quincenal, no hubo reproches sino una comprensión demasiado amable que se repitió a la semana siguiente. El hecho era que todo marchaba mejor sin él. Viendo hacia atrás, tampoco encontraba el momento en el que asumió que nunca llegaría a tener un gran nombre entre los profesionistas de su ramo, ni siquiera a trabajar en una gran firma. Resultaba irónico tener que morir para ello. Primero muerto que hacer alguna cosa, decían antes. Para él ya era realidad: primero muerto que pertenecer a una gran firma, justo cuando pensaba jubilarse porque no avanzaría más en su campo. Cuando dejó de proponer ideas en el trabajo, nadie se lo recriminó, igual que su esposa, abandonaron la esperanza en él. Llegó a aceptar que no tenía soluciones sobresalientes ni grandes ideas. Quizás nunca las había tenido y simplemente se cansó del cortés rechazo profesional a sus propuestas. Quizás.
Su vida era un hatillo de imprecisiones, una maraña de hilos que al principio parecían guiar a una cosa llamada mejor futuro. Pero ahora, recostado en la cama de un hospital, con una nueva vida por delante, estaba convencido de que llegó hasta ahí simplemente porque el tiempo avanza y nos coloca en algún sitio, porque no podemos estar en ningún lado. Igual que el viento deposita una mota de polvo en una superficie porque no puede permanecer en el aire por tiempo indefinido.
Nos guste o no, nosotros también nos depositaremos. Recordó la llamada telefónica del día anterior con su esposa, repasaba el diálogo una y otra vez, buscando en su tono algo diferente, lejano a los temas prácticos de la conversación. Ella había cobrado el seguro de vida con una reducción por la cláusula de resurrección, le habían devuelto lo que pagó con un pequeño interés. Aun así era suficiente para una nueva casa o para vivir holgadamente por un tiempo. Además, dijo ella con júbilo a través de la pantalla, su anterior empresa se comunicó para informarle que como beneficiaria única, transferirían a su cuenta el pago final de su marido. Por último le habló del contrato matrimonial. En cuanto el resucitador de Mina lo declaró muerto ella se convirtió en viuda y, según dijo, no quería serlo. Le preguntó cuándo se casarían de nuevo. Pensaba usar parte de su dinero del seguro para ahora sí tener fiesta y luna de miel. Luego todo podría ser como antes. Repasó una vez más la conversación buscando entre líneas el cariño que hacía falta en los contratos, las cláusulas y la promesa, implacable, de que todo sería igual. Su muerte era un mejor futuro para todos. Para él no era sino una apacible extensión del pasado.
Al día siguiente Henry dio su consentimiento neuronal. Mina, con alegría auténtica, lo felicitó por ganar años de vida con trabajo asegurado: algo que muchas personas deseaban. De negarse estaría cometiendo un delito y lo que correspondía era cárcel durante la posvida adquirida por la empresa. Su expediente como ciudadano profesionista se actualizó, su tiempo era propiedad de Multicorp por treinta y cinco años, y su resurrección, diez años posterior a ese periodo, estaba prohibida por cuestiones de confidencialidad.
Pidió que lo comunicaran con su ahora viuda, él mismo quería darle la noticia.
—Madel, ¿en qué fecha quieres casarte? Organiza todo, no guardes gasto, imagina la fiesta que soñaste. Pronto me darán de alta, los bio-módulos de Multicorp son impresionantes. Mis heridas sanan con rapidez. El futuro es brillante.
***
Días después, luego de terminar su comida favorita, un hombre se arrojó desde el tercer piso del centro comercial. El rescatista en turno comunicó al agente que el herido parecía buen prospecto, hasta que checó la ficha de identificación.
—Carajo. No lo subastes —dijo el rescatista.
En sus pantallas brillaba la directiva “No resucitar”.
En algún sitio, en el reporte financiero final, el nombre de Henry aparecía como una pérdida menor, dentro de los márgenes saludables de operación de la empresa.
F. Javier Solórzano. Ha publicado cuentos cortos en revistas electrónicas y compilaciones convocadas por editoriales independientes. Formó parte de la segunda generación del Diplomado en Escritura Creativa del Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia y depositario de una beca para la residencia de escritura Under The Volcano en 2023. Trabaja en una cafetería y escribe entre hacer café y leer cada que puede.
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