Una tienda de regalos se hallaba sobre un planeta errante en los márgenes de la Vía Láctea. Era un módulo de metal y vidrio; modesto, luminoso y acogedor, con pequeñas antenas girando en el techo, incansables. Ocupaba una plataforma a mitad de un páramo rocoso y pequeñas nubes de polvo flotaban a su alrededor, dibujando el tenue contorno del campo de fuerza que la resguardaba contra las lluvias de meteoritos y el vacío espacial. Los escaparates mostraban un repertorio de bagatelas llamativas, tan vasto como el telón de estrellas tendido por el universo. Centelleando encima de la puerta, un letrero fluorescente anunciaba: Obsequios, recuerdos y curiosidades del cosmos.
Adentro aguardaba el único encargado, Juan Dos Micrones. Este muchacho de semblante bonachón y uniforme impecable no lograba recordar la última vez que la astronave de un cliente había ido a dar allí. Pero no era razón suficiente para que su dedicación decayera. Al ritmo de una suave música ambiental, siempre con excelente humor, se entregaba a desempolvar los más exóticos animales de felpa, pulir los llaveros de cristal pleyadiano o disponer de nuevas maneras las postales del núcleo galáctico, los cúmulos estelares y las supernovas. Mientras realizaba sus labores cotidianas, no podía evitar fantasear con las aventuras y los romances interplanetarios que jamás iba a vivir y, sin lograr evitarlo, de tanto en tanto se le escapa un largo suspiro.
Como recién salida desde la imaginación de Dos Micrones, una silenciosa astronave hizo aparición arriba del planeta, ensombreciendo las estrellas con su oscura silueta. A medida que descendía, los llameantes motores iluminaron de rojo los alrededores y él, observándola entusiasmado, deseaba adivinar los posibles clientes venidos a bordo. Quizá serían vacacionistas rigelinos, o a lo mejor visitantes arcturienses, o incluso turistas betelgeusianos en busca del camino a casa. No importaba… se pasó una mano por el pelo, enderezó el cuello del uniforme y preparó su mejor sonrisa para darles recibimiento. Sin embargo, torció la boca cuando el vehículo terminó de asentarse junto a la tienda de regalos, haciendo saltar las rocas, y pudo contemplar entonces las torretas armadas con cañones láser y torpedos de antimateria. Acababa de arribar un crucero intergaláctico de guerra.
En un costado del fuselaje, se abrió una compuerta a manera de rampa corrediza. Rodeada por la claridad proveniente del interior, emergió una figura amenazante, terrorífica, casi demoníaca. Bajó enfundado en una servoarmadura que conjugaba la apariencia de un samurái con la de un dragón. El torvo casco de placas retráctiles cubría por entero su rostro.
Viendo cómo aquel heraldo de la muerte cruzaba una tolvanera para traspasar sin esfuerzo el campo de fuerza, Dos Micrones sintió ganas de achicarse hasta desaparecer detrás de un mostrador. Reunió el escaso coraje dentro de sí mismo y apretó los puños para no agachar la vista cuando el samurái-dragón cruzó la entrada y tuvo que darle la bienvenida, nervioso.
—Es un gusto recibirlo… señor… caballero… Estoy seguro de que encontrará algo de su agrado —dijo, se preguntaba qué podría andar buscando ahí.
Sin prestarle la menor atención, el siniestro recién llegado se paseó por en medio de los exhibidores, agrietando el suelo con sus pesadas botas, lento, sigiloso, sombrío, indiferente a los globos de nieve, los monumentos a escala, los imanes para refrigerador y cada una de las baratijas que le rodeaban y se multiplicaban.
Dos Micrones rogaba en silencio para que tomara lo que fuera y desapareciera cuánto antes. Solo quería completar su rutina con tranquilidad. Pero temió que jamás iba a librarse de esa peligrosa presencia si perseveraba en su actitud displicente. Así que comenzó a realizarle recomendaciones.
—¿Le gustan los encendedores? Tengo varios modelos de plasma muy bonitos. ¿O tal vez una taza para el café? —Le ofrecía las diferentes cosas con timidez—. No, supongo que no bebe café. ¿Qué le parece un llavero para las llaves de su crucero intergaláctico? Tampoco, entiendo… ¿Y una camisa? ¿O una gorra? ¿Quizá un animalito de felpa? Mire, puede elegir entre todos estos.
Eso sí llamó la atención del lóbrego visitante y se aproximó a aquellos juguetes dispuestos en una pirámide que casi alcanzaba el techo.
—Bien, veo que le gustan —siguió diciendo Dos Micrones, aprovechando el interés—. Hay muchos animalitos distintos, ¿cuál prefiere llevarse? ¿un wub? ¿un shai? ¿un oso?
Una serie de servomotores se orquestaron para que un guantelete cogiera delicadamente el oso de peluche. Al mismo tiempo, el casco se abrió y se retrajo entre siseos mecánicos, revelando el rostro marcial de una mujer. Tenía el cabello corto, los labios muy finos y una cicatriz en forma de equis entre las cejas.
El sorprendido Dos Micrones quedó cautivado por la belleza y la bravura que irradiaba, sin embargo, notó una sombra melancólica que parecía eclipsarlas. No entendía si el motivo de su pena era aquel juguete que, por lo que a él concernía, no se diferenciaba de otros tantos que hubo en la tienda, con la panza rechoncha, el pelaje aterciopelado, las patitas cortas y un gran moño azul.
La mujer se dejó caer en el piso pesadamente, sentándose con las piernas cruzadas, y permaneció silenciosa, inmóvil, abstraída por completo. Sujetaba el oso de peluche frente a ella, escudriñando sus ojos de botón con los suyos cristalinos, como si buscara comprender un secreto indescifrable. Por encima de las hombreras llenas de pinchos, se asomaba receloso Dos Micrones, con la intención de averiguar lo que sucedía.
La música ambiental continuaba escuchándose, melodías de pop, jazz, bossa nova, chill out…
—Hace poco destruí un mundo en la galaxia de Andrómeda —dijo de pronto la mujer con una voz apagada—. En medio de los restos que flotaban por el espacio, vi un osito igual a este.
Su confesión transmitía una tristeza insondable. Para Dos Micrones fue igual que encontrarse parado al borde de un agujero negro. No tuvo palabras para responderle. Luego de considerar distintas opciones por unos instantes, solo atinó a sentarse también en el piso y acompañarla sin decir nada. Él creyó que hacía el ridículo al principio, siendo tan insignificante junto a la mujer. No obstante, poco a poco, percibió que se entablaba entre ambos una intimidad sosegada y placentera. No se interesó más en seguir la rutina conforme pasaban los minutos y las horas; hubiera podido permanecer por el resto de la eternidad al lado de ella.
Para su desgracia, la calma fue interrumpida por la llegada de un par de cruceros semejantes al primero, que se cernieron unos momentos sobre la tienda de regalos.
—¿Son amigos tuyos? —preguntó angustiado Dos Micrones.
A manera de respuesta, un cañonazo láser partió por la mitad la astronave de la mujer. Ella no reaccionó. Dos Micrones tuvo la impresión de que había estado esperando que aquello ocurriera, resignada.
Cerca de los despojos humeantes, se posaron los cruceros y bajaron de su interior tres hombres con las mismas servoarmaduras de samurái-dragón. La severidad de sus rostros al descubierto podía infundir miedo en el corazón de los más valientes del universo.
Las piernas de Dos Micrones temblaron y transmitieron la agitación al resto del cuerpo, incontrolablemente.
—Relájate, no voy a permitir que le hagan daño a este sitio —fueron las únicas palabras que la mujer le dirigió.
Se levantó, dejó tirado el oso de peluche, abandonó la tienda de regalos y fue a encarar al trío.
—Me entrego a ustedes sin oponer resistencia —anunció inmutable.
Dos de los hombres la tomaron por los brazos y se encaminaron con ella hacía una astronave.
—¡No! ¡No! ¡Suéltenla! —gritó Dos Micrones y salió dando traspiés, impulsado por una valentía que nunca antes experimentó—. ¿Qué quieren hacerle?
El tercer sujeto, que aparentaba liderar a los otros, lo miró con despreció y después respondió:
—Es una desertora. Está condenada a muerte.
—¡De ninguna manera! ¡Si quieren lastimarla, antes me tendrán que…! —Un bofetón interrumpió las protestas del muchacho.
Enviado a probar el polvo, casi inconsciente, se levantó a continuación sin saber cómo ni con qué fuerzas.
—Entiendo —dijo con la boca ensangrentada —, no puedo hacer nada para evitar que se la lleven. Pero esperen un instante, por favor. ¡Se los ruego!
Entró a la tienda de obsequios sin esperar a recibir otro golpe. Regresó trayendo el oso de peluche y corrió a entregárselo a la mujer antes de que la metieran en uno de los cruceros.
Las turbinas comenzaron a lanzar fuego mientras Dos Micrones se limpiaba con una manga las lágrimas de impotencia que se le escapaban.
A solas de nuevo en el planeta errante, se dio media vuelta y leyó con los ojos aún llorosos: Obsequios, recuerdos y curiosidades del cosmos. El letrero necesitaba limpieza.
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