Mi madre, Alicia, tenía el iris de los ojos de un color muy claro, aunque no era verde ni azul, sino amarillo; mi padre la llamaba ‘Licha’, ella lo odiaba, le parecía un mote más bien despectivo. Tenía el cuello muy largo, la piel blanca, llena de pecas como un huevo de totola. Por eso decían que ella era de nacionalidad francesa —no mexicana como acreditaba la bandera en el hombro de su uniforme—, aunque no eran sino los efectos de la radiación, la poca gravedad y la melanina, pues había pasado buena parte de su vida en uno de los campamentos base del cinturón de asteroides.
No era un planeta, ni se llamaba Clipperton.
Así como tampoco tenía nada que ver con las ideas preconcebidas que se tenían en la Tierra. Los asteroides no son como el B-612 de El Principito. Tampoco están tan cerca uno del otro que chocan todo el tiempo como en las películas. Algunos son inmensos. Ceres, de hecho, es un planeta enano. También están Palas, Vesta, Higia y Juno. Si los pusieras juntos, sólo esos cinco pesarían lo mismo que todos los otros objetos astronómicos del cinturón; por eso establecieron ahí sus colonias los americanos, los rusos, los chinos, los indios y los de la Unión Europea. El resto de los países se fue conformando con establecer campamentos en las rocas más pequeñas para reclamarlas como suyas, México entre estos.
Mi padre Ramón, por otra parte, sí tenía ascendencia francesa. Lo sabíamos por el escudo heráldico de su apellido, Arnaud, que tenía una flor de lis de plata en campo de azur. Pero de él, el 45% de sus genes europeos debieron ser recesivos, mientras el 45% indígena y el 10% africano serían los dominantes, por lo que aun sin ser tan moreno su fenotipo era como el de las cabezas olmecas.
Mamá solía decir que era un hombre muy apuesto, con su uniforme de oficial de la fuerza aérea mexicana y sus alas doradas de astronauta; cuando eran novios, él había hecho ya varios vuelos HEO, y por eso sus superiores lo designaron para el primer viaje tripulado al cinturón de la Agencia Espacial Mexicana, apenas unos días después de casarse.
—Olvídese de Luna o Marte, allí hay sólo polvo —habrá dicho su comandante—, o agarramos uno ahorita o nos chingan, Arnaud.
Y no sé por qué, pero creo que más bien fue a mi padre al que se chingaron.
***
Los cohetes reutilizables se produjeron en serie para colonizar Marte, pero esta iniciativa privada resultó un desastre, así que la empresa terminó por rematar el excedente de su maquila a otros países. Así fue como México se hizo de uno de estos y, bautizándolo como “El Demócrata”, lo reacondicionó cambiando sus motores Raptor por otros Safran de hechura queretense, mismos que usaron para enviar a mis padres y unos cuantos más al asteroide 2021FD26.
Ahí fue donde nací yo.
Obvio no puedo decir cómo fue en los primeros días sino por lo que me contaron o lo que alcancé a ver en algunas bitácoras de video, pero a estas alturas ya deben suponerlo; todo lo que podía ir mal en la misión fue todavía peor. No durante el viaje ni al tocar suelo extraterrestre. La ruta estaba programada desde el despegue en el desierto de Durango hasta la maniobra de “resortera” en Palas e incluso hasta la órbita de Ashley, que era como aparecía nombrado nuestro destino en el atlas celeste.
De cualquier modo, la pericia de mi padre fue clave para la maniobra de descenso, pues no había plataforma esperándonos y fueron necesarios varios vuelos de reconocimiento para identificar el mejor lugar para bajar el cohete.
Las cámaras de video registraron este momento histórico en todos los ángulos posibles, aunque no había gran cosa que ver sino el fulgor de los retrocohetes y el polvo levantado hasta que la visibilidad se hizo prácticamente nula. Luego dejaron salir un rover con una cámara para transmitir cuando los mexicanos pusieran pie por primera vez en suelo extraterrestre, pero pasó lo mismo, sólo se percibían las luces en las escafandras de los astronautas entre toda esa negrura silente, sin atmósfera y radioactiva, que yo llamaría hogar durante toda mi vida.
***
No me estoy quejando. Los primeros años de la colonia fueron bastante prósperos. Desde las primeras excavaciones, Ashley resultó rico en iridio, así que las naves llegaban con provisiones y se iban cargadas del metal que enviábamos pulverizado desde el campamento.
Nunca establecimos una colonia, aunque en algún momento llegamos a ser casi un centenar de habitantes en el campamento base (más de la mitad eran niños nacidos aquí), lo cierto es que los cultivos acuapónicos no prosperaron y dependíamos por entero de las provisiones enviadas, aunque tampoco había descontento. Las familias crecían y el hábitat excavado en el suelo del asteroide tenía muchas más comodidades de las que podíamos aspirar en la Tierra.
Hasta el día en que de pronto, todo se vino abajo. Recién había cumplido dos años.
Primero fue silencio de radio. Por primera vez en la historia del campamento, el centro de control de comando en Querétaro no confirmó el aterrizaje de nuestro cargamento de cincuenta toneladas de polvo de iridio.
La duración de los viajes podía variar dependiendo de distintos factores, a nuestro asteroide le tomaba casi cinco años terrestres dar una vuelta al Sol, y la distancia mínima de intersección con la Tierra variaba debido a sus excentricidades; pero sabíamos que esos factores sólo debían considerarse en el viaje tripulado, puesto que el envío de provisiones y minerales excavados podía ser sometido sin problemas a mayor aceleración.
Al principio, no nos preocupamos. Una carga de iridio era valiosa pero prescindible para los mexicanos en Tierra, sobre todo porque los robots podían seguir minándola y mantener la producción o incluso duplicarla sin dificultad ni asistencia humana; no obstante, la base difícilmente sobreviviría si tan sólo redujeran las provisiones, ya no digamos si se veían interrumpidas.
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Poco después de mis tres años la situación ya era crítica. Aún teníamos alimento porque mi padre lo había racionado marcialmente; no obstante, el silencio de radio desde México proseguía e iban ya dos años terrestres que no llegaba ningún embarque. Estábamos acostumbrados a recibir uno cada siete u ocho meses, con suficiente comida y medicinas para un periodo poco mayor al doble de tiempo, por temas de redundancia y considerando nuestra acelerada tasa de natalidad.
Entonces ocurrió lo impensable, murió mi padre.
Cuando cesaron las señales de radio, comenzó a utilizar un telescopio óptico para otear el cielo en busca de algún asteroide habitado al que pudiera pedir ayuda. En algún punto, creo, se aferró de tal modo a esta idea que terminó desquiciándolo.
—Viejo —le decía mamá—, son reflejos metálicos.
Pero Don Ramón Arnaud insistía en que eran luces de los campamentos argentinos, chilenos, uruguayos o hasta de la Guinea Ecuatorial.
A final de cuentas se aventuró a reacondicionar uno de los ‘mechas’ de excavación con cohetes caseros que imprimió él mismo con iridio en los talleres; me hacía acompañarlo y me daba su pistola Obregón para que vigilara yo que no se acercara nadie, pero la gente no tenía ya fuerza ni para salir de sus casas, la mayoría estaba en cama enfermos de escorbuto, como marinos de antaño, ¿qué iban a hacer persiguiendo al gobernador a las minas donde de sobra sabían que no estaban las provisiones?
Sobra decir que los cohetes no funcionaron, aunque mi padre era ingeniero aeroespacial, como todos los pilotos, sus cálculos electromagnéticos distaban mucho de ser precisos. Podía hacer órbitas de transferencia y maniobras de descenso con cierta destreza mental, pero al encender los propulsores espaciales los superconductores rebasaron por mucho la tolerancia de los sistemas de contención y mi padre murió —destrozado por tornillos, tuercas, pernos y otros componentes que al rojo vivo se soltaron de su lugar y la fuerza centrípeta de los campos arrojó contra el piloto a velocidades supersónicas— en el primer vuelo de prueba de su ‘mecha’.
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Muerto mi padre, los pocos habitantes del campamento no respetaron más el orden marcial; arrasaron con las provisiones restantes, agotaron los corrales de totoles y tilapias, siguieron los raquíticos cultivos de la hidroponía y luego se comieron hasta a sus hijos.
Esto último ya no lo viví yo, sino que me lo dejó escrito mi madre en una carta que encontré tiempo después bajo el asiento de piloto; ella además de bióloga era uno de los médicos de la misión, así que alcanzó a ver los primeros síntomas de la encefalopatía espongiforme causada por la acumulación de proteínas priones.
Fue entonces cuando me hizo retomar el trabajo de mi padre en los talleres, reparar su nave rehaciendo desde cero la matemática de los motores, cuidando ella desde la puerta que nadie se acercase, mientras empuñaba la pistola de papá en el día, y durante la noche, cuando yo dormía, se cortaba trozos de sus propios muslos para alimentarme.
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