Ya le tocaba morirse, por lo que empezó los trámites finales apenas se sintió al borde del abismo. Lo primero de todo: asegurar el pago de las últimas deudas. Quién sabe qué año era. Uno de los tantos, en un milenio ya olvidado de los muchos que el mundo ya había vivido.
Se despertó consciente de lo que debía hacer. Primero que nada, extendió el brazo izquierdo y flexionó los cuatro dedos que le quedaban, asió el parche, y se lo ajustó sobre el ojo derecho. El brazo derecho tenía solo el pulgar y el índice, y esta cualidad alargó la tarea varios preciosos segundos.
Su esposa no se movió, y no por carecer con qué: nomás no le daba la voluntad, lo cual era entendible. Se tomó un segundo de más en mirar la silueta esbelta bajo las sábanas, el torso de avispa y la pierna y media haciendo un bulto irregular. Él pensó, por otro precioso momento, que la había forzado a dar demasiado, pero entonces recordó al doctor y se dijo que sus límites estaban dentro de lo que él consideraba razonable. Al menos, no era el doctor, nadie podía ser el doctor.
Se puso de pie, procurando usar las puntillas del pie izquierdo por la falta de talón. Su andar parecía siempre una media carrerilla. Así se fue a la cocina y miró sus brevísimas provisiones descansando como capullos de oruga dentro del refrigerador. Ya era costumbre ver que no había más de lo normal. Sus hijos seguían dormidos, mas no daba tiempo a darles el desayuno. A lo mejor unos cereales, pero hasta ahí. Una vez que les quiso hacer huevos fritos regresó a la casa sin tres uñas. Dejó nacer un beso al aire y se fue así nomás, en camiseta, pantalón y zapatos.
Como siempre, flotaba un hedor a nada. A desposesión. Aprendió a odiar esa vacua fetidez, a taparse las narinas con ignorancia. Marchó por la calle gris y desprovista de uso, acompañando a sus compatriotas en el despropósito.
Vio al carpintero limpiarse una herida fresca, lijando los trocitos de hueso saliente mientras retenía las lágrimas. El triste resultado de una amputación clandestina. Cobraban menos (a no ser que el proveedor del servicio fuera mañoso), o directamente nada si se trataba de las conocidas infusiones caseras: un cuchillo o alambre metálico a la lumbre, una ramita entre los dientes (de tenerlos), y de ahí todo recaía en la celeridad del usuario. Recordó la única vez que intentó realizarse una amputación dudosa con ayuda de un inescrupuloso conocido: le querían cobrar ambos lóbulos y la punta de la nariz. Nada más había ido a que le sacaran un incisivo.
Vio a la relojera, ya ciega, vistiendo sus cuencas con orgullo. Se las había rellenado con dos esferas tejidas de algodón, pagadas con los mismos ojos abandonados. Supuestamente, su inversión había proveído tres meses de comida y el parto seguro de su segundo hijo, tristemente fallecido por eutanasia al nacer con fisura labiopalatina. Un tercio del intestino delgado de su marido pagó el entierro.
Vio a otros tantos desconocidos de profesión dudosa, unos con bastón y otros usando tapas de botes de basura para deslizarse por la áspera acera. Reptar alguna vez fue una práctica común, pero llevaba a malformaciones en los codos: mala inversión a largo plazo. Él siguió caminando sin saludar a nadie. Los momentos de humanidad llegaban a costar el tímpano o una siempre cambiante cantidad de mililitros de médula.
Para no cometer errores, primero asistió al banco. Vio que habían renovado el piso con losa roja, levemente resbalosa. No le importó y apuró al primer cajero. Tecleó el código alfanumérico que ya se sabía de memoria, y ahí salió. Cumplía con casi todo: horas trabajadas mínimas, vidas sanas y corporalmente aptas traídas al mundo, y cumplía con el mínimo de materia corporal donada al Estado. Sonrió: no le debía nada al sector público. Ahora venía lo peor.
Salió de la estancia y revisó su celular, de gama baja pero funcional, el equivalente de su preciado talón. Se metió a la aplicación que recopilaba a todos sus acreedores, y vio un número que no le satisfizo. Hizo cuentas rápidas: a todo se le podía sacar provecho. Le marcó al doctor.
—Diga —respondió el mencionado, la boca siempre ocupada o llena de algo.
—Habla el programador. ¿Se puede ahorita?
—Depende de para qué. —En el fondo, un crujir metálico.
—Ya es lo último.
—¿Y es para depósito o pago inmediato a alguna dependencia?
—Ambas, pero primero lo segundo. Ahí le anoto los datos de todo.
—Bueno. Venga, pues. —Colgó la llamada.
Ya el doctor sabía cómo estaba el asunto; todos los doctores sabían, pero este mejor que ninguno. La caminata a la clínica no tomó mucho, conocía bien el camino. Entró y vio que no había línea de espera. Mejor, así hasta quizá le sobraba para algunos años más. La secretaria, a la que le faltaba la mandíbula, le indicó que ya podía entrar con un ademán de la cabeza. Él obedeció.
El doctor ya tenía todo listo, herramientas de distintos brillos y filos todos puestos en una mesa que ya era casi comedor. Él estaba, como siempre, en su silla, dos cables saliéndole del pecho, uno del cuello, y tres del abdomen. La secretaria entró tras el programador, cerrando la puerta con excesivo ruido. Él la entendió: hacer todo a la carrera salía más barato.
—No seas mala, secre —pidió el doctor, torciendo el labio—. Me pica la clavícula. De favor.
La mujer dio tres pasos e hincó dos dedos (los únicos que aún tenían uñas) en el hombro del doctor. Procuró no tocarle los muñones: aún a meses de haber dado los brazos sufría dolores fantasma. El doctor gruñó del gusto, pero no se movió mucho. Si se caía de la silla, no tenía piernas propias que lo levantasen. Cuando le calmaron la comezón, miró al programador con una melancolía que ya le era costumbre.
—Entonces, ¿lo que habíamos platicado?
—Así es —contestó el programador.
—¿Vas a querer el desmenuzado completo?
—Ajá. Que no falte ni un tendón clasificado.
—Va a llevar rato.
—¿Cuánto va a ser por su tiempo?
—El sistema digestivo.
—No la chingue.
—Bueno, bueno, nomás porque lo conozco. El páncreas, el hígado, el bazo y el talón de Aquiles que le queda.
—El talón no.
—Bueno, ya qué. Súbase y déjele los datos de los depósitos a mi secretaria.
Así lo hizo el programador, sacando varias tarjetas amontonadas con una liga. Ella se las guardó en un bolsillo mientras él se recostaba en la mesa quirúrgica. Le hincaron una aguja y creyó desvanecerse, pero no se durmió. Eso salía más caro. Escuchó los huesos crujir y la carne rasgarse; sin embargo, no sintió nada en ningún lado de su ser.
El pago de cada una de sus partes corporales sirvió para cubrir las deudas inmuebles y poner comida en el refrigerador por dos meses enteros, suficiente para que los niños pasaran el duelo y se concentraran en buscar un trabajo lo antes posible: al niño mayor ya solo le quedaban tres dedos de la mano dominante.
Pasado ese tiempo, tocaron a la puerta de la viuda. Un hombre de cuerpo prístino con lentes oscuros le extendió una carpeta.
—Señora —habló con una voz casi artificial de lo sana que era—, uno de sus hijos ya pasa la mayoría de edad y no tenemos registro de su empleo.
—Cumplió los catorce apenas ayer —explicó la viuda—. No nos dio tiempo de encontrarle un pre-empleo.
—El conteo de su tiempo empezó desde la medianoche, señora. Ya eso equivale a una rótula o uno de los codos.
A la mujer se le ensombreció la cara solo un momento. Cuando habló, lo hizo con su acostumbrado abatimiento.
—Tengo un niño de cuatro años. ¿Como a cuánto equivale si es de él?
—Nos sirve con la mitad del dedo cordial.
—Bien —explicó la viuda, volteando a ver al mayor—. Me lo traes, porfa. Y trae su muñeco para que no llore tanto.
El muchacho desapareció entre los cortos pasillos de la casa, y el hombre de negro y la viuda compartieron una sonrisa de cooperación. Un momento después, en algún rincón no visto del hogar, se escuchó un llanto agudo. El hombre sonrió.
—Siempre lloran la primera vez.
—Eso me dicen —respondió la mujer—. La verdad es que no recuerdo.
Era mentira. Le faltaba el dedo índice izquierdo desde los ocho años. Un sacrificio de lo más común. No era una historia que valiera la pena contar.
Copyright © 2025 PLANETA MISTERIO - Todos los derechos reservados.
Usamos cookies para analizar el tráfico del sitio web y optimizar tu experiencia en el sitio. Al aceptar nuestro uso de cookies, tus datos se agruparán con los datos de todos los demás usuarios.