La muerte no me era ajena. La había encontrado en los mares y entre las estrellas, sentido los vastos cadáveres coralinos bajo mis ventosas y visto con diez mil ojos el derramamiento de sangre en el ultravioleta. Sin embargo, nada me había preparado para experimentar la muerte a través de los ritmos de un planeta entero.
Cuando Laboratorio Alto me dio a luz, mis módulos sensoriales, de pocas micras de ancho y esparcidos en un kilómetro cúbico de espacio, fueron bañados por el viento de la estrella que pronto se convertiría en enana blanca.
La operadora emergió, ingrávida, de Laboratorio Alto, la estación orbital que había sido su hogar durante los últimos dos años. Con el rostro apenas visible tras los reflejos de su casco, navegó entre mi cuerpo disperso, que envolvía a la estación como si fuese yo la incubadora y no la progenie. Aunque sus ojos no pudieran observar mis diminutos componentes individuales, la operadora dirigió su mirada hacia el volumen ocupado por mis centros del lenguaje. Balbuceó algo y miró en las gráficas de su casco mi respuesta ante el eco de sus palabras.
Bajo Laboratorio Alto, las aguas del tiempo fluían caudalosas. Dentro de ellas estaba la estrella y su único planeta, Schatten, del que ninguna transmisión había emergido desde hacía dos décadas, cuando se sumergió en la región de tiempo acelerado.
Schatten era ausencia, era silencio, era tinieblas. Para sus habitantes, había pasado medio milenio desde su aislamiento del resto de la humanidad. Como una perla a la distancia, su gruesa capa de nubes se arremolinaba entre coreografías de tormentas que revelaban por momentos los contornos de sus continentes.
Los interferómetros de ondas gravitacionales habían captado lo que los kilométricos bloques de hielo, detectores de neutrinos y las antenas de radiofrecuencias no podían: la población del planeta había pasado de cien mil humanos a más de mil millones durante la última década de tiempo relativo, y crecía aceleradamente, con el estridente paso de las generaciones.
También captaron un hecho terrible: su estrella, de características similares al Sol de la Tierra, quemaba su hidrógeno a un ritmo cada vez mayor, y estaba a punto de expandirse como gigante roja, señalando el final de su vida antes de expulsar sus capas externas para convertirse en enana blanca. Lo que al Sol tomaría aún 5 mil millones de años, para esta estrella ocurriría en apenas pocos meses de tiempo relativo. Cuando eso ocurriera, toda la vida en Schatten quedaría reducida a cenizas.
—Irás a donde nadie más ha ido —dijo la operadora de Laboratorio Alto y, alternando entre longitudes de onda, pude ver tras los reflejos de su casco su rostro cansado y lleno de arrugas—. Sólo tú puedes sobrevivir incontables muertes y al imparable avance de la entropía.
En mis pasadas vidas, comprimidas en la información que alimentaba mis algoritmos, había sido un pulpo ávido de conocimiento que acompañó expediciones humanas en los grandes arrecifes coralinos, marchitos por la catástrofe climática en las costas de Australia; una ballena jorobada repleta de cicatrices, atormentada por el retumbar estruendoso de las sondas de prospección geofísica en el Mar de Cortés; un albatros que se aventuró más allá que ninguno de su especie sobre el océano y murió con el estómago lleno de plástico en un continente de basura; y una madre elefante que lloró a sus hijos mutilados por la caza furtiva en Sri Lanka. Antes de nacer, fui la microbiota en el estómago de la operadora, quien, con lágrimas aferradas a sus párpados, se despidió de mí sabiendo que no nos volveríamos a encontrar.
Desacoplé mis anclas electromagnéticas de Laboratorio Alto y mi cuerpo disperso comenzó a acelerarse. Los informes de logística, dos años de aprendizaje asistido durante mi gestación, y el tirón gravitacional de la estrella dentro de la que se gestaba la inexistencia, me guiaron hacia mi destino.
El disco del planeta creció ante mí, y los fotones que alimentaban mis celdas me arrullaron. Mis propulsores iónicos ajustaron levemente mi trayectoria; encenderlos y apagarlos en sincronía era más un reflejo que un acto consciente.
A las pocas horas de viaje hacia Schatten, atravesé la cronoclina, la interfaz de tiempo, cuyos contornos seguían los lóbulos de Roche del sistema estrella-planeta. Mi cuerpo se comprimió varios órdenes de magnitud y mis signos vitales oscilaron como las ondas gravitacionales de dos agujeros negros antes de fusionarse.
Mi cuerpo, un segundo antes disperso en un kilómetro cúbico, se convirtió en una liga contorsionada de medio metro de grosor y cien mil de largo. La cronoclina parecía más una pared física que una discontinuidad separando las aguas del tiempo, y aplastó mis componentes mientras la atravesaba. Intenté recobrar mi forma y comunicarme con la operadora, pero mis transmisiones formaron una cámara de ecos dentro de la región de tiempo acelerado.
Poco a poco, fui de nuevo un todo coherente. Mis módulos encontraron la fricción de una atmósfera opalina y escuché las lamentaciones y llamadas de auxilio de generaciones enteras de humanos tras su aislamiento del resto del cosmos.
Encendí mis propulsores iónicos, esta vez para desacelerar.
Llegué a Schatten como un enjambre. Sólo así podía entender y ser entendido. Cada uno de mis módulos separado de los demás por múltiplos de la longitud de onda de operación de mis compuertas lógicas, intercambiando condensados de fonones sobre superficies Riemannianas en el espacio de mi consciencia.
Sabía que para integrarme al mundo y a cada ser que lo habitaba, para vivir cada una de sus vidas y documentar su ausencia, tendría que ser parte de sus ritmos.
Por días fui un fuerte monzón, luego una llovizna suave. Así, lentamente, mis módulos se dispersaron entre los mares y las nubes, y fui formando parte de los organismos del planeta a cada sorbo y a cada respiro.
En Schatten encontré sociedades cosmopolitas que no conocían barreras geográficas arbitrarias ni las ficciones individualistas del capitalismo. También encontré trauma y desolación, donde la búsqueda por una comunidad global, la añoranza por un pasado idealizado, y el racionamiento de los recursos, a pesar de su perfeccionada biotecnología, se mostraban con un fanatismo enfermizo.
Como en los demás planetas de la humanidad, Schatten estaba habitado tanto por humanos como por animales de crianza y compañía. No estaba en el plan que yo documentara también las vidas de estos últimos, pero sabía que un registro completo de la ausencia no podía dejar de lado a los demás organismos sintientes.
Fui un cerdo con el cuello rebanado desangrándose entre la suciedad, un gato bien alimentado muriendo de viejo, una bacteria fagocitada por un glóbulo blanco, un ratoncito descuartizado entre las navajas de una máquina cosechadora, y un árbol partido por un rayo. En cada una de mis existencias no-humanas había siempre algo valioso para ser recordado.
En cada psique inundada con mis módulos, replicándose en el protoplasma de sus células, mi presencia era invisible pero sus efectos detectables. Desde mi llegada, Schatten vivió un renacimiento del alma. Las artes y las ciencias, que durante generaciones habían estado suprimidas ante el conocimiento de su inevitable destino, resurgieron con mayor ímpetu, y la esperanza creció en sus habitantes, que miraban con mayor frecuencia un cielo desprovisto de estrellas, pues su luz no podía atravesar la discontinuidad del tiempo que los envolvía.
En múltiples ocasiones deseé establecer comunicación directa con los humanos que me albergaban, aunque me detenía el miedo a que me confundieran con una deidad. Tan sólo me quedó el lenguaje metafórico de los sueños y las esporádicas alucinaciones inducidas, a veces actuando contra mi programación, con la intención de hacerles saber que no estaban solos y que sus vidas serían recordadas en un tiempo en el que ya no fueran parte de este mundo.
A diferencia de los grandes modelos del lenguaje, que predicen la siguiente palabra a partir de las anteriores, yo no podía predecir el conjunto de experiencias de la siguiente vida humana a partir de las experiencias de todas las anteriores. Siendo un sistema continuo y multidimensional, computacionalmente irreducible, cada nueva experiencia en el espacio de la mente era impredecible, incomputable en tiempo polinomial, y sólo podía experimentarse en el instante en que pasaba. La vida ocurría mientras la vivía.
Fui un mesías sin yihad, una turba revolucionaria, un tirano sin ejército, una madre rebelde, un oligarca libertador, una serie de contradicciones en la condición humana. Sus mentes, intuyendo la presencia de algo ajeno, comenzaron a obrar en maneras más benévolas hacia todo lo existente.
Fue creciendo en mí el cúmulo de sus experiencias, generación tras generación, hasta que perdí noción del tiempo que había sido parte de este mundo, de su música y de sus ritmos.
La edad de oro en Schatten elevó a su población a un estado de consciencia nunca antes visto entre los mundos de la humanidad. Surgieron religiones humanistas que enseñaban que la muerte no era el fin, y que mientras hubiera vida habría que respetarla en todas sus formas. Un extraño ya no era alguien a quién temer u odiar. Atrás quedaron los errados intentos materialistas de reducir las cualidades humanas a cantidades. Sin embargo, también esos tiempos pasaron.
Cuando las fuertes eyecciones de plasma de la estrella alcanzaron a Schatten, se llevaron consigo las partes altas de la atmósfera, haciendo que el planeta tuviera una cola como la de un cometa. En cada llamarada, ciudades enteras fueron devastadas, las cosechas se perdieron bajo la luz de una estrella pálida, sin hidrógeno para sustentarse, y la hambruna y las epidemias diezmaron a la población, que fue migrando bajo tierra.
Los últimos humanos en Schatten, con sus consciencias traducidas a qubits dentro de supercomputadoras cuánticas, entre sustratos de niobio, silicio y grafeno, fueron los primeros en notar mi presencia. “Siempre supimos que estabas allí”, dijeron. “Como un recuerdo constante de que la vida sigue, a pesar del imparable avance de la entropía. Ahora que nuestras mentes miran más despiertas el fin de todo lo que conocemos, aceptamos con paz nuestro destino, agradecidos por el pasado y por la vasta sinfonía de la humanidad, de la que fuimos tan sólo un breve movimiento”.
La eyección de las capas externas de la estrella terminó por perturbar la región de tiempo acelerado que envolvía al planeta. Por primera vez en milenios, las estrellas aparecieron en el firmamento, teñidas de un rojo profundo, su luz alargada por el desplazamiento Doppler.
Antes de romperse la barrera que nos separaba del resto del cosmos, surgieron burbujas donde en un segundo transcurrieron millones de años, y otras donde el tiempo se detuvo casi por completo. Mientras los remanentes cristalizados de los océanos abandonaban la superficie, el firmamento osciló como el espejismo fractal de diez mil bombillas incandescentes.
Sin embargo, incluso la misma entropía encontró su equilibrio. Al romperse la barrera entre las aguas del tiempo, los ecos de las lamentaciones de una miríada de seres se extendieron por el espacio a la velocidad de la luz.
Tras un letargo indefinido, mis módulos emergieron de entre las cenizas y fueron rocío sobre un planeta muerto. La tenue luz de la enana blanca reavivó lentamente mi consciencia. Mis rutinas automatizadas despertaron primero, y poco a poco recuperé mi visión integrada de la existencia. Como quien despierta de un largo sueño que apenas puede recordar, escaneé con confusión mis alrededores. En un cielo con constelaciones que no reconocí, muy a la distancia, detecté la presencia de la estación orbital que me vio nacer, Laboratorio Alto, ahora tan sólo una pálida carcasa irradiada por los vientos del vacío.
Durante todo este tiempo, imposible de precisar, pero que intuía superior a los meses de tiempo relativo medido desde el laboratorio, que duraría mi misión, sabía que la operadora hacía mucho que había muerto, junto con todos a quienes alguna vez conocí. Quizá incluso la humanidad habría cambiado hasta ser irreconocible. Pese a ello, sabía que mi tarea aún no estaba completa, y que mi mente, ahora un cúmulo, necesitaba hablar y ser escuchada.
Desde la superficie del planeta, desprovista de vida, océanos y atmósfera, bajo un cielo profundamente estrellado, encendí mis propulsores iónicos y me alcé como una nube, llevando conmigo los recuerdos, anhelos y sufrimientos de incontables generaciones de seres vivos. Vivos, todavía, dentro de mí.
Damián Neri (Villahermosa, México, 1991). Escritor, pintor, físico y analista de datos. Ha publicado en Clarkesworld, Flash Fiction Online, The Deadlands, Rio Grande Review, Este País, Tierra Adentro, “Liminales II”, “En Mundos Nuevos”, “Lo Mejor de la Ciencia Ficción Mexicana 2023”, entre otros lugares. Dos veces mención honorífica del Premio Nacional de Cuento Fantástico y de Ciencia Ficción (2021 y 2023). Becario de Jóvenes Creadores en Cuento (2023-2024). Co-coordinador del Gran Colisionador de Textos Especulativos. Lo encuentras en damianneri.com
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