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Tu compra mantiene al proyecto con vida // siete relatos te esperan en COLECTIVERO No. 7 //

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Y QUE OTRA PRIMAVERA YA RESPIRAS (anaïs ornelas)


… Bebo el agua del Leteo

me ha prohibido el doctor la melancolía.  

Pushkin




Como siempre cuando me quedo corta de inspiración, releo la página de la novela Nunca me abandones que tengo en un marco dorado en mi sala. El tercio inferior de la página está arrancado en una desgarradura irregular. Contrasta con un trazo de pluma roja delicado que se alcanza a ver casi entero, justo debajo del último párrafo legible. Mi mejor amiga me regaló esta novela hace más de 10 años, la favorita de ella; de hecho, me la regaló dos o tres veces para convencerme de leerla. Yo la había puesto hasta abajo de mi pila las primeras veces, no me gusta el género especulativo, prefiero las novelas policiacas. Unos días antes de la última ocasión que nos vimos, había invitado a Eris a pasar la tarde de mi cumpleaños a solas, fue entonces que me la regaló por tercera vez, en otra edición. En aquella época rentaba este departamento, un lugar pequeño pero que tiene esas ventanas del piso al techo que caracterizan la arquitectura de la colonia Roma. Eris me había ayudado a decorarlo, y había insistido para que pusiéramos un sillón contra la ventana, lo cual me parecía completamente incongruente. “Es para que cuando leas te llegue la luz directa, y que cuando estés pensando en una frase que te guste puedas ver las jacarandas”. 


Para despertar de una vez por todas mi curiosidad por su novela de predilección, me anunció con una sonrisa vulpina que había puesto notas en el libro, de cosas que le recordaban a mí o a otros libros o canciones, y añadió con algazara en la voz:


—Y le puse una línea roja para que sepas cuándo dejar de leer.


—¿Cómo?


—El final es muy triste, demasiado triste. Por eso te puse una raya de hasta dónde debes leer si quieres quedarte con un final feliz.


No le acordé mucha importancia en el momento. Eris siempre hacía cosas así de raras con sus libros y luego me los daba y yo rara vez los leía, pero los guardaba en una estantería dedicada a ella y pensaba: “pronto, la semana que entra empiezo”. 


Después de ese cumpleaños en tête à tête, organicé una fiesta con más amigos, en la casa con jardín de una colega que vivía en las Lomas. En aquella época Leteo no existía, trabajaba de consultora en una aplicación de salud mental que te ayuda a llevar un registro de tus emociones, te ofrece meditaciones y citas inspiracionales, te propone el número de los terapeutas afiliados en tu área. En la fiesta casi no vi a Eris, distraída por la presencia de un hombre cuyo nombre ya no recuerdo, a quien en la época quería conquistar. Pero sí guardo la memoria, como encapsulada en ámbar a pesar del alcohol que había consumido, del momento en que Eris se despidió de mí, abrazándome; recuerdo su extraño delineado blanco que desentonaba con la formalidad del maquillaje a la vez discreto y sin falla de mis colegas, y los tenis que traía puestos y que habían sido blancos alguna vez, pero que ahora estaban cubiertos de lodo del jardín. Antes de cruzar la puerta me susurró al oído: “Ahha, estás hablando mucho, tienes que escucharlo y fingir que lo que está contando es lo más interesante del mundo, se ve que es de los que les gusta eso.” Hablaba del colega galán que me gustaba. Pronunció “eso” con obvio desprecio, mas no me ofendí. Eris tenía razón: ese hombre, como tantos del medio, era egocéntrico, quería una mujer que fungiera de espejo deformante, que le devolviera su imagen mejorada. Le di un beso en la frente y anoté mentalmente la placa del taxi al que se subió. Lo último que alcancé a ver fue un pliego de su amplio vestido lila jacaranda que se atoró en el resquicio de la puerta del vehículo al cerrarla. Eris me había contado varias veces que tenía sueños de que moría dentro de un auto, a veces en un accidente, a veces ahogada, a veces en un auto en fuego del cual nadie la sacaba, por eso nunca había querido aprender a manejar, a pesar de que, como dice Mariana Enríquez sobre Estados Unidos, vivir sin auto en la Ciudad de México es como vivir sin pulso. 


Al día siguiente desperté con un dolor de cabeza tremendo como única compañía que me impedía mirar la pantalla de mi teléfono silenciado. Apenas hacia las 5 de la tarde pude abrir mis mensajes para descubrir el montón de llamadas perdidas, de Ameles, la mamá de Eris, de la mía, de una amiga que teníamos en común, todas entre las 5 y las 10 de la mañana, y luego ninguna. Casi en ese instante tocaron el timbre del apartamento. Me levanté, asustada y mareada, y me sorprendió la forma alta y huesuda de mi mamá en el zaguán. Ella vivía en un pueblo aledaño a menos de una hora de la Ciudad; pensé que habría venido a felicitarme por mi cumpleaños y hacerme comida, en vez de eso rompió en llanto. Habían encontrado el cuerpo de Eris en el taxi que se la había llevado de mi fiesta, abandonado en Los Reyes, en Tláhuac. No había señales de violencia sexual, mas sí las marcas de una pelea férrea. La teoría de la policía fue que el taxista la había amenazado con una pistola, alejándola cada vez más de su casa, pero Eris había luchado con el cuchillo que solía cargar en el bolso, y el chofer le había disparado, tal vez por accidente, tal vez para evitar más problemas, y la había abandonado en el taxi. Recuerdo su rostro frente al volante, sus ojos vidriosos, su barba mal recortada.


El año que le siguió a la muerte de Eris es una elipsis en mi vida. Apenas si puedo evocar tres o cuatro marcados instantes: el ataúd cerrado durante el funeral, para esconder el estado en que habían dejado su cuerpo; al parecer el asesino le había cortado el pelo ondulado que le llegaba casi a la cintura y se lo había llevado. Eris, que tenía en su cuarto un inmenso póster de la Ofelia de Everett, rodeado de varias obras que se habían inspirado del cuadro para ofrecer el espectáculo del cadáver femenino, no podía darnos una visión final de su hermosura. Hubo un día en que me trajeron a su gato Yuki que tenía apenas un año y era todo blanco, porque así lo habíamos acordado antes de su muerte. En algún punto en mi trabajo me pidieron mi renuncia y me dieron una compensación generosa. Recuerdo las veces en que mi mamá venía y limpiaba el apartamento, me hacía de comer, me decía que saliéramos al menos a la Plaza Río de Janeiro. Recuerdo que después de dos meses empecé a visitar la tumba de Eris y me acostaba en el pasto a su lado a hacer siestas, de hecho, así pasábamos Yuki y yo la mayor parte del tiempo, envueltos el uno en el otro en un uróboro de desasosiego. 


A los seis meses empecé a leer la estantería dedicada a Eris, leí los libros sin atención, muchas veces sin poder ver nada a través de las lágrimas. Nunca me abandones era el último, y era su favorito, después de él ya no habría nuevos garabatos, ni notitas, ni frases subrayadas; no más recibos olvidados en los libros, por eso me forcé a prestarle atención. Después de un par de capítulos me atrapó. Por primera vez desde su muerte, bajé al café de la esquina a leer y cuando cerró, subí a mi departamento y volví a usar el sillón donde nos sentamos la noche que me lo regaló. Tras varias horas de lectura continua llegué a la línea roja donde debía detenerme. “Y la Plaza desapareció del retrovisor” era la última frase autorizada. Retuve el aire, sentía que si seguía leyendo estaría infringiendo sus últimos deseos, pero quería desesperadamente saber el final. Decidí continuar y Yuki saltó de mi regazo, como presintiendo la tormenta. Como soy muy supersticiosa lo seguí hacia el cuarto y me acosté para continuar mi lectura a su lado, un rechazo de Yuki era casi como un rechazo de Eris. Al girar la última página, su pelaje blanco estaba constelado de mis lágrimas, como perlas en un mar de crema. El final no era triste, como lo había descrito mi amiga, era desgarrador, era el fin de todas las risas, de todos los amaneceres, era del mismo color que el día en que se acaba la infancia y que el recuerdo color lila del vestido de una amiga muerta. Mi llanto se redobló, esta vez de furia. ¿Por qué no le había hecho caso a Eris, por qué había seguido leyendo? ¿Por qué no había escuchado su consejo esa noche en que mi colega no quiso irse conmigo a casa? ¿Por qué no la había liberado de la obligación de venir a mi fiesta de cumpleaños cuando esa tarde me mandó un mensaje que decía “estoy nerviosa, no conozco a ninguno de tus colegas, todos se ven muy adultos”? En mi furia arranqué la página del libro. La puse sobre la mesa pensando en quemarla o comérmela. Al final, decidí desgarrar también el párrafo que venía después de la línea roja y colgarla en mi cuarto.


El dolor de ese final no me abandonaba, lo sentía como un ácido en el pecho. Mientras el duelo de perder a Eris había sido como una campana de vidrio que me rodeaba, de la que nada salía y que nada podía penetrar, este dolor estaba vivo, me consumía, me asfixiaba. Después de un par de días, y de pastillas, se calmó al fin, pero dejó una cicatriz que ardía cada que trataba de agitarse en mí cualquier emoción. Fue esa tortura lo que me dio la idea: yo me había formado como neuróloga y, antes de reconvertirme al sector empresarial, había hecho una pasantía con un grupo de investigación que trabajaba con la memoria episódica, la que nos hace recordar cosas sin esfuerzo consciente, por ejemplo los detalles del paisaje de mi apartamento con Yuki sentado al borde de la ventana. Buscaban utilizar nanotecnologías para ayudar a restablecer ciertas conexiones en el hipocampo de pacientes en fase inicial de Alzheimer, ya que la enfermedad afecta primero a este tipo de memoria. De ser posible restablecer esas conexiones, teóricamente se evitaría el deterioro. Era una investigación interesante, esencial, pero muy exigente. Yo no servía para esa vida de decepciones al ver que los pacientes que acababan perdiendo la memoria más rápido con el nanotratamiento eran numerosos. Unas semanas antes de mi lectura de Nunca me abandones, una amiga me había contado que debido a este efecto inesperado, opuesto al deseado, de pérdida de memoria acelerada, el proyecto Mnemos había sido desmantelado. El día del primer aniversario luctuoso de Eris, llamé a la jefa de Mnemos, que seguido había elogiado mi investigación, y le pedí que nos viéramos para hablar de una idea. Aceptó sorprendida. Ese mismo día llevé a enmarcar la página de la línea roja y la colgué en mi sala. Entré a una librería y compré 10 ejemplares de Nunca me abandones. Me hubiera gustado conseguirlos en varios idiomas pero sólo tenían inglés Never Let Me Go, francés Auprès de moi toujours y español. Me senté en la tumba de Eris y le dibujé la línea roja a cada uno de los tomos, los dejé encima de su lápida con la esperanza de que alguna visitante los tomase, un último regalo de mi amiga. 


El lunes siguiente fui a casa de Duham, estaba con su asistente, quien me recibió ceremoniosamente. Pensé que seguro estarían enterados de lo que le había pasado a Eris y se compadecían, pero Duham me desmintió de inmediato; habían aceptado verme porque sabían que la aplicación para la que trabajaba antes de mi despido pertenecía a uno de los conglomerados de farmacéutica más poderosos del país, Hypnos. Pensaban que con mis contactos y lo que llevaban del proyecto podrían solicitarles un financiamiento para seguir. Estaban en negación frente a la evidencia de que el nanotratamiento no funcionaba, al menos no como debía. “Pero sí que hace efecto”, les dije, “sólo habría que canalizarlo a otra cosa.”


Tal fue el génesis de Leteo. En vez de usar la nanotecnología desarrollada por Duham para restablecer la memoria episódica, habríamos de perfeccionarla para eliminar recuerdos dolorosos, episodios enteros o simples detalles. Ya había caído la noche cuando Duham y su estudiante aceptaron que sí: era posible encaminar la tecnología hacia ese lado, pero ¿con qué aplicación? Le presentamos el proyecto a Hypnos, enfocándonos en la posibilidad de borrar recuerdos traumáticos para reducir la ansiedad, la depresión, patologías que ya entraban en su rango de fármacos. Aceptaron financiarnos con la condición de que nos enfocásemos en rupturas amorosas. Hoy en día Leteo te ofrece olvidar los episodios más difíciles de tus separaciones: ¿encontraste a tu novio en el baño con tu hermano? Leteo puede borrar el recuerdo de ese episodio. Claro, la memoria que conocemos como semántica. La que te permite retener por ejemplo que México es un país o que 2+2 es 4, no se altera; tú sigues sabiendo que fuiste engañado, pero el recuerdo vivido del momento y las emociones que lo acompañan, desaparecen, acelerando el proceso de sanación. No más repasar en tu mente el color del vestido que llevaba esa chica que rechazó el anillo de compromiso escogido con tanta expectativa. Olvidada la canción que estabas escuchando cuando te llegó ese mensaje de “ya no quiero seguir viéndote”. Regresar a antes de la línea roja sería posible. 


Cuando iniciamos el proyecto, las leyes de bioética se habían liberalizado a la par que un gobierno de derecha reformaba el país desde hacía varios mandatos. Hicimos las pruebas en la prisión privada de hombres más grande de México, en la cual el conglomerado llevaba años experimentando con sus fármacos. El aspecto ético no lo consideré, para mí, toda noción de justicia había muerto la noche en que a Eris la dejaron en ese taxi. Me volqué en el trabajo de lleno y fue mi salvación. Gracias a mí, el conglomerado ofrece hoy en día un servicio completo: primero las risas nerviosas, los encuentros, la felicidad de las primeras veces con las aplicaciones de citas. Y cuando todo eso se extingue, el suave manto del olvido. 

Hoy que han pasado diez años, las acciones de Leteo están por los cielos. Recién se retiró Duham y yo estoy liderando el proyecto, aunque ya no queda casi nada por perfeccionar. Excepto la última pregunta de los departamentos comerciales y de marketing: ¿por qué hay una diferencia tan grande entre el número de mujeres y de hombres que compran el servicio? En nuestros primeros estudios de mercado las proyecciones mostraban que serían los hombres los principales interesados. Al tener más dificultades para gestionar sus emociones, y una marcada tendencia a querer evitarlas, los pensábamos consumidores naturales. Pero una vez que salió a la venta el servicio, hace ya un par de años, sucedió lo contrario, más del doble de mujeres utilizan Leteo que hombres, y hoy el conglomerado está desesperado por apelar a aquella parte del mercado que aún no conquista. Incluso se ha sugerido, probablemente por susurros de la competencia, que como la tecnología fue desarrollada por dos doctoras, le faltaría un entendimiento profundo, instintivo, del cerebro masculino. 


Por eso estoy sentada esta tarde frente a mi página enmarcada, no es sólo una cuestión de ventas, sino de orgullo, de desmentir la anticuada idea de un cerebro femenino inferior. Moviendo muchas influencias políticas, el conglomerado ha logrado hacer pasar una enmienda a las condiciones de privacidad de Leteo, sin revuelo en la prensa. En el pasado, la compañía no tenía acceso a los recuerdos que los usuarios decidían olvidar, aunque desde el principio éstos habían autorizado que fueran almacenados en una nube protegida. Sin embargo, la más reciente actualización, que lanzamos hace un par de meses, pide aceptar nuevas condiciones, que dan acceso a Leteo a las memorias borradas, con fines “científicos”. El 90% de los usuarios las aceptan sin abrirlas. La tarea que me espera al día siguiente es aburrida y repetitiva, revisar una muestra de recuerdos suprimidos por hombres y mujeres y tratar de establecer un patrón que permita esclarecer la cuestión. 


Aunque cada vez me cuesta más separarme de Yuki, convertido en un gato anciano, decido irme temprano al laboratorio. Una vez instalada, empiezo a revisar los recuerdos de las personas que respondieron el cuestionario de inscripción tachando la categoría “hombre”. Me aparecen sólo una serie de recuerdos esperados, detalles de citas que ya no quieren llevar con ellos, momentos de rechazo, elementos de la fisionomía de sus exes que les es doloroso recordar. La tecnología de Leteo parece funcionar exactamente como fue calibrada. Tomo algunas notas, aunque no espero encontrar nada. Paso al almacén virtual de las que eligieron la categoría “mujer”. Un primer recuerdo es de encontrarse a su novio en una fiesta besando a una desconocida, el segundo recuerdo es el de una usuaria que le leyó los mensajes a su esposo. El tercero me interpela, no es el recuerdo de una ruptura per se, ni de un rechazo, es un momento íntimo. La nube de Leteo no permite experimentar los recuerdos en carne propia, pero sí reenvía, gracias a una tecnología desarrollada en el laboratorio, una suerte de huella de la emoción que acompañaba esos recuerdos cuando aún estaban implantados en la mente del usuario. En este caso no es deseo, ni placer, diría que se acerca más al miedo o a la repugnancia, es difícil diferenciarlos cuando están en su forma de huella. La usuaria se focalizó sobre todo en eliminar un breve momento en que sus ojos se cruzaron con los de su… ¿amante? y este desvió la mirada. No sé si atisbo a ver un dejo de vergüenza en el rostro masculino, o si será una sobreinterpretación mía. Leteo tiene en efecto una función particularmente eficaz de olvido de rasgos, cuyo objetivo es que dejes de evocar una y otra vez el rostro amado en las noches de insomnio, pero lo que tengo aquí es un uso desviado de esa función. Lo vuelvo a ver varias veces, mas no logro comprender la situación y empieza a angustiarme la repetición de ese rostro masculino, abstraído en su placer culposo. Paso a otros recuerdos, más momentos de rupturas... el sexto me hace abandonar mi escritorio abruptamente y correr a vomitar el contenido de mis entrañas en el escusado más cercano. Es el recuerdo de una violación, y la huella del miedo de la víctima, a pesar de que el aparato diluye la intensidad inicial de la emoción, es suficiente para inducirme un ataque de pánico. Cuando pasa solicito una segunda muestra, luego una tercera. Se me va el día examinando recuerdos de mujeres, recuerdos de violaciones, intentos o realizadas, en todas sus variantes, por desconocidos, por esposos y novios, padres, tíos, primos. Recuerdos de momentos aterradores en que la usuaria fue manoseada, seguida hasta su casa, acorralada en callejones oscuros, en oficinas bien iluminadas. Es como un anti-tour de la Ciudad de México, un recorrido por su mundo más bajo, ya sea en las esferas del poder o en los tugurios de los cerros. Al volver a mi departamento en la Roma, que compré cuando las acciones de Leteo empezaron a aumentar, tras la primera ola de pruebas en la cárcel, estoy mareada por el eco de tanto miedo. La tecnología que permite acceder a los recuerdos no debe utilizarse más de un par de horas; yo estuve casi todo el día y a mi malestar lo acompaña una sensación muy fuerte de irrealidad y despersonalización. Respiro profundo y me tranquiliza saber que es perfectamente normal, después de haber recorrido de esa manera los recuerdos traumáticos de más de 100 mujeres. Lo esencial es que logré encontrar los datos de varias de ellas que trabajan en la Roma y que han logrado desviar o corromper la programación de Leteo. La tecnología la formulamos dirigida principalmente a borrar rasgos, texto, música y olor, deidades panteón del dolor de las rupturas. Lo que acabo de presenciar hoy es más que eso, un Leteo recalibrado para que ataque recuerdos dolorosos, aunque mantiene las funciones principales intactas. Por eso estoy decidida a contactar con estas mujeres y averiguar cómo tuvieron la idea de darle ese uso, si están organizadas, si alguien está lucrando con esto. Apenas si logro dormir unos minutos, me despiertan incesantes pesadillas y ni el peso de Yuki sobre mi pecho me consuela. 


Al día siguiente hablo con diez mujeres diferentes, pero ninguna reconoce haber cambiado los parámetros de su Leteo o haber contactado con algún biohacker capaz de hacerlo. Todas afirman haberlo usado únicamente en sus rupturas. La última es la del primer recuerdo que me interpeló. Es una mujer joven y alegre, tiene ojos color miel y trabaja en una librería frente a la cual seguido paso pero a la cual nunca he entrado. Decido cambiar de estrategia, aunque, si los del departamento legal supieran lo que voy a hacer, tendría muchos problemas. Explico por undécima vez que estoy buscando alteraciones en la programación de Leteo o personas que le hayan dado un uso otro que como terapia post-ruptura, le digo que no es ilegal realizarlas pero que es peligroso no consultarlo con un especialista que pertenezca a la empresa. Me contesta que sólo ha usado Leteo una vez hace más de un año, después de que su ex terminó con ella porque “necesitaba más espacio” para poder escribir “su obra”. 


—Ya sé que no se refería a espacio físico, pero no podía dejar de imaginarlo en su departamento inmenso de la Del Valle de tres cuartos, escribiendo sobre nosotros en cada rincón del lugar. Compré el Leteo para olvidar los detalles de ese depa, y de paso me borré los poemas más vergonzosos que me escribió —me dice risueña.


—El recuerdo borrado que yo vi es de hace apenas unas semanas. Un muchacho como de tu edad, tenía las uñas pintadas de dorado. No es el recuerdo de una ruptura, es una… violación, por eso la pregunta sobre la alteración de los parámetros de tu Leteo.


Se le descompone el rostro pero sostiene mi mirada, alcanzo a ver que sus nudillos se ponen blancos de apretar su teléfono. 


—Se está equivocando, yo no borré recuerdos desde hace un año… y no me violaron. 


Salgo de la librería y me enciendo un cigarro, desde la acera opuesta volteó a mirarla una última vez, está regando los pothos que sirven de adorno al pequeño local, el tremor de su mano agita la regadera. Ojalá no se queje con el servicio a clientes, o peor, no quiera exhibirnos en redes. Aunque no tiene pruebas, a la base de datos de Leteo sólo tenemos acceso nosotros. 


Mi último destino es una tienda de chucherías hippies que no he visitado en años. Era uno de los lugares favoritos de Eris en la ciudad y nunca pensé que volvería sin ella, pero hay una última pista que necesito explorar. Las diez mujeres que interrogué traían una pulsera similar, una iteración de la que Eris llevaba en sus últimas horas de vida. Son el producto estrella de la tienda a la que entro cautelosa, unos hilitos de plata con alguna gema tornasolada suspendida, cristales saturados les llaman, supuestamente un proceso químico les permite absorber más energía o alguna de esas babosadas de la gente que no tiene el rigor de sentarse a entender un concepto científico, pienso.


Agradezco que con el paso de los años, la tienda haya cambiado de disposición y de muebles; me impide ver al fantasma de Eris tratando de convencerme de comprar alguna baratija para atraer el amor. Las pulseras sí siguen ahí, hay más colores de los que recuerdo. La vendedora, una señora de la edad de mi mamá, no me reconoce. No me extraña, en el año que siguió la muerte de Eris envejecí de una manera que sólo la melancolía puede causar. Y han pasado otros diez más. Me presento y le menciono a Eris. Me enseña una foto que tiene con ella en su pequeño escritorio, no se da cuenta, creo, de que evito a toda costa mirar el rostro de mi amiga. Le digo que necesito un favor especial, que es muy importante en mi trabajo y le explico los grandes rasgos no confidenciales de mi búsqueda, insistiendo en que quiero saber de alguna empresa, un organismo, una asociación que haya comprado pulseras al mayoreo, con la misma amatista pálida. Trato de describirle el color, entre violeta y lavanda, pero sólo me viene el nombre en inglés, Periwinke, un tono que lleva el nombre de una flor que se usa para curar la demencia, pero no es necesario adentrarme de más en la plática. En el mostrador veo varias tarjetas, restaurantes macrobióticos y estudios de yoga aéreo… y “Androktasiai: retiros de sanación para mujeres” indica sobriamente la tarjeta, con un dibujo de una amatista en una esquina. Tomo una discretamente y me despido de la dueña con tanta torpeza que seguro pasará por descortesía. Ya frente al volante de mi auto, volteo la tarjeta: en la misma tipografía se lee “Ameles Myosotis” y un número de celular.


Después de la muerte de Eris, Ameles y yo nos volvimos a ver contadas veces. La culpa, las cosas que cada una calló, las zonas grises en las cuales se movía Leteo me impedían irla a visitar o mandarle un mensaje; confiaba en que veía las ofrendas que iba dejando en la tumba y que éstas hablarían por mí. No volví, pues, a casa de Eris después de su muerte, hasta ahora. Es a mí a quien le tiemblan las manos mientras toco el timbre. “Ameles Myosotis, terapeuta”, anuncia una estampilla electrónica. Miro hacia la cámara de seguridad, pensando en que Ameles dirá algo porque oigo su respiración por el interfón, pero sólo responde a mi llamado mental el sonido de la puerta automática abriéndose. 


En la carrera de medicina nos enseñan que las punzadas que sentimos en las cicatrices en realidad no vienen de éstas; el tejido cicatricial no tiene terminaciones nerviosas, lo que duele son los tejidos que están abajo, ocultos, que son afectados por los cambios de presión en el ambiente, por ejemplo. El tejido que está debajo de las cicatrices es menos elástico, menos resiliente, y mientras el resto de la piel puede expandirse con los cambios de presión, la cicatriz resiste, enviando una señal de dolor a su cerebro. Así se siente entrar a la que fue la casa de Eris, el cambio de presión tensa todas las cicatrices de aquella noche. Me olvido de Leteo y de los representantes del conglomerado y sus sonrisas burlonas, perdida en la contemplación de una foto de Eris y yo a los cinco años en una alberca inflable.


—¿Te acuerdas que de chiquita Eris le decía “laguna” a cualquier cuerpo de agua? Hasta a los charcos a veces. 


Quiero sonreír, pero no me viene la fuerza al rostro. Acomodo la foto y miro a Ameles. Suspiramos casi al unísono y nos encontramos en un torpe abrazo. Ya instaladas en la cocina, recupero algo de compostura. Con Eris rara vez entramos aquí, siempre comíamos fuera o pedíamos pizza o esperábamos a que Ameles acabara con sus pacientes y nos sirviera alguna botana. El cuartito que le sirve de consultorio es el único al que nunca he entrado y no puedo dejar de mirar su puerta cerrada. 


—Ahha, ¿qué haces aquí, vienes a consulta después de todo este tiempo? Sabes que no puedo atenderte, te puedo recomendar a una colega Jungiana si quieres. —Saca la tarjetita de los retiros.


—Quiero saber de estos retiros y las mujeres que van.


—Son mis pacientes, toda su información es confidencial.


—Ok, entonces, quiero saber qué le hiciste a sus Leteo, sin su consentimiento por cierto. 


—¿Me vas a grabar? ¿Me va a demandar el conglomerado? —Me sonríe con ese ademán que sólo tienen las madres.


—Aún no saben, sólo yo. Y no, no te estoy grabando, Ame.


—Cuando eras niña, una vez viste un sapo gigante, habíamos ido de viaje, ¿si recuerdas? Tenías pesadillas con ese sapo todas las noches. Tu mamá me pidió que te hiciera hipnosis como hacía con algunas de mis pacientes y no volviste a pensar nunca en esa bestiecilla.


—¿Las hipnotizaste? 


—Sí, con su consentimiento. Lo del Leteo fue un accidente, ya hipnotizada le sugerí a una de ellas que dejara ir algo, un detalle de una memoria traumática, su mente lo tomó literal y activó su Leteo y lo borró. Luego cuando la saque del trance le explique lo que había pasado, pensé que se enojaría pero estaba tranquila. Siguió viniendo a terapia pero ya no estaba en crisis. Entonces tuve la idea.


—¡Pero no les pides permiso!


—Sí y no, hipnotizadas les pregunto qué les gustaría olvidar si pudieran y luego simplemente rompo la barrera, lo hago posible.


—No sabemos qué efectos pueda tener a largo plazo en su trauma, en su cerebro ese uso de Leteo; podrían perder la memoria, interiorizar aún más el trauma, desarrollar otras somatizaciones…


—Podrían. Pero lo que sí sabemos es lo que viven con esos recuerdos dentro. Los ataques de pánico, los dolores neuropáticos, la depresión, el miedo. —No decimos nada un momento, mirando nuestras manos—. ¿Sabes qué borré yo? 


—¿El cuerpo en la morgue?


—No, lo consideré, pero incluso eso era soportable.


—¿Qué entonces?


—Cuando ya estaba en la puerta para ir a tu cumpleaños le dije que se veía infantil con ese vestido, que se pusiera algo más formal o iba a desentonar. Borré el vestido. Y también la mueca que hizo, como tratando de no llorar…


—Ame, tienes que parar, si el conglomerado se entera perderás tu licencia. Te podrían demandar por millones.


—Ahhasi, querida, tú bien sabes que no soy la única.


Antes de irme le pido pasar al cuarto de Eris. En los últimos años nos veíamos casi siempre en mi departamento, donde nadie nos escuchaba contarnos secretos y podíamos comer pan Tía Rosa que para su mamá era peor que tomar cianuro. Pero entrar a su cuarto me transporta a la infancia y la adolescencia compartida, a la felicidad de tantas primeras veces. Ameles no ha cambiado nada, está intacta la parafernalia de brujería con la que Eris estaba obsesionada antes de morir, cristales y cartas del tarot. Siguen ahí todas sus plumas fuente de colores y las libretas que nunca se atrevió a usar. Las paredes están cubiertas de estanterías con libros y plantas, todo desempolvado y vívido, como si nunca se hubiera ido mi amiga. En el suelo, al lado de la cama, hay una pila de libros que no estaban ahí la última vez que vine. El de hasta arriba tiene un post-it “para Ahha, cuando le corten” dice, levanto el segundo “para Ahha, cuando vayamos juntas a Japón”, “para Ahha, cuando muera su mamá”, “para Ahha, si un día nos peleamos”. Son más de veinte, me hace reír el que dice “para Ahha, si me confiesa que es lesbiana y me ama”. Levanto el último, siento mi mano muy frágil, como si estuviera hecha de papel biblia. “Para Ahha, cuando las dos seamos viejas”.




Anaïs Ornelas Ramírez creció en la monstruosa Ciudad de México. Es maestra en Estudios Fílmicos por Cambridge University y en Estudios de Género por la Universidad de París VIII. Está por terminar una tesis de doctorado sobre los roles de género y la afectividad en las narcotelenovelas de Colombia y México en la Sorbona. Sus historias favoritas son las historias de amigas y se muere si se descubre que Elena Ferrante es tres hombres escondidos bajo una gabardina. Es feminista, fan de Octavia Butler y Margaret Atwood y de todos los gatos del mundo. Es docente de cine, guionista y correctora de estilo. En sus ratos perdidos escribe cuentos especulativos.


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